1921-2005.
Cuando Arturo Godoy decidió colgar los guantes, el vació que dejó había que llenarlo. Y no era tarea fácil. Más aún si detrás de Godoy hubo hombres en los pesados como Quintín Romero y Heriberto Rojas. Eduardo Rodríguez, el Picho como lo conocían en el barrio Matadero llenó por un tiempo la vacante. Dice Rincón Neutral, columnista de Estadio que éste ganaba casi por presencia. Todos temían su demoledora derecha. Picho fue a Santiago el año 1939 a hacer su primera pelea a Santiago. Había sido Campeón de Tarapacá. A diferencia de otros iquiqueños, Picho, esperaba nunca atacaba. Fue campeón nacional y varias veces de Latinoamérica.
La revista Estadio, escribió:
Peso mediano. Nació en Iquique, pero el mayor tiempo lo ha pasado en las oficinas salitreras. Tiene más de 150 peleas en el cuerpo desde que se iniciara en 1937. Desde 1939, año en que fue campeón de Tarapacá, está viniendo, sin una falta, a los torneos nacionales. Ha sido un hombre de poca suerte, no obstante que ya en una oportunidad fue campeón de Chile (1943). Cree que ni Méndez en 1941 ni Faila al año siguiente lo ganaron en las finales, pero el brazo se lo levantaron a ellos. Se repitió el caso cuando el año pasado superó largo a Chateaux, y a pasar de ello, lo dieron como perdedor. En Lima, en el torneo sudamericano del 43, le ocurrió otro tanto. Después de ganar al olímpico uruguayo C. García, les quitaron los fallos de sus combates con el argentino Jorge Fernández y el peruano Ceferino Tapia. Es que “Picho” Rodríguez no gusta, no obstante la habilidad de su desempeño. Es contragolpeador; pega justo y fuerte con ambas manos, pero es apático. Tiene fama, además de débil al castigo y de demasiado amigo de los fouls. El campeón protesta. Nunca lo noquearon ni jamás los descalificaron. El pega mientras el árbitro no ordene separarse, nada más.
Su estilo es así y opina que un amateur, que hace box por deporte, tiene derecho a hacerlo conforme a sus gustos y medios. No obstante, espera la oportunidad en que, sin pretensiones al título, lo vean pelear.
Juega fútbol y básquetbol en María Elena, vivero de deportistas, al que pertenece desde hace seis años. Es caso y tiene tres hijos. Seguirá boxeando, por que le gusta.
Tomado de la Revista Estadio
24 de noviembre de 1945. Nº 132.
Por su parte, don Pampa, escribió:
DE BUENA CUNA
Eduardo Rodríguez vino del Barrio Matadero de Iquique, donde nacieron el Tani, Rendich, Castro y Hto. Loayza.
Salió de un barrio bravo, donde no había más ley que la del puño. Los pusilánimes, los timoratos, tenían que rumbear para otros lados, porque allí no tenían sitio y la vida se les hacía insoportable. Luego quedaban con las narices chatas y sin hueso bueno, además de la vergüenza de verse siempre ofendidos y rebajados. Allí no había más ley que la del fuerte. Entre las barras de los barrios iquiqueños, la del Matadero era la más temible. Las batallas callejeras con los otros barrios eran hechos de todas las tardes y todas las noches a puño y piedra, en combates individuales y colectivos. No podían los del Matadero invadir los dominios de la Plaza Arica y los de la Plaza Arica ir por la calle Orella o por el Pueblo Nuevo. O viceversa. Vi esas guerrillas tan comunes en otros años, de dos, tres horas, en que nadie se rendía sin haber quedado aturdido o agotado hasta el desfallecimiento. No siempre fué la guerrilla a base de griterío y de desorden, de sorpresas o arremetidas hasta dejar el campo limpio, porque también se hizo guerra de emboscadas. Otras veces parlamentaban los caudillos de barrio y barrio, para medir sus mejores hombres en peleas que causaban expectación, porque los protagonistas eran muchachos fogueados en muchos combates. Eran interbarrios, sin guantes, sin gongs, sin límite de rounds y con sólo una ley: no usar los pies y no golpear a un rival caído.
El barrio Matadero triunfó casi siempre con sus peleadores, más guapos, más resistentes y de pegadas más potentes. ¿Comían más carne o bebían sangre de toro negro? O tenían más entrenamiento, porque, vecinos con otro barrio que no se achicaba, el de la Plaza Arica, los cotejos eran más frecuentes y con rivales que exigían más. En la Plaza Arica todas las noches ensayaban las comparsas de «chunchos», para las festividades religiosas, al aire libre. Pero allí sólo podían estar como espectadores los «cabros» del barrio. Era un fortín que defendían sus guapos; el forastero salía disparado. Pero los del Matadero estaban casi siempre entre los que gustaban de oír el tambor de los chunchos y sus danzas extravagantes. Estaban en primera fila, el lugar se lo habían ganado a golpes. Allí están los del Matadero. Y estaban siempre.
De ese barrio salieron generaciones de muchachos que después dieron que hablar en el box organizado. No sólo en Iquique, en la pampa, en todo el Norte, sino también en el pugilismo chileno y hubo también los ya tan conocidos que hicieron nombrar a Chile en varios continentes. Del Matadero de Iquique salieron: Tani Loayza, José Castro, Humberto Loayza, Carlos Rendich. Y de allí también salió «Picho» Rodríguez. Fueron de la misma época con Castro, «Cara de Guagua», ambos cumplieron casi campañas idénticas en la calle y después en el ring ganaron títulos chilenos y sudamericanos en sus respectivas categorías… En el barrio Matadero, de niños, se enfrentaron varias veces, porque no podía haber dos taitas y cada uno contaba con sus barras de admiradores. Habían volteado a muchos grandotes y en cada mano escondían un K.O. Pelearon varias veces, y el pleito, aunque la victoria fué siempre del «Picho», no quedó aclarado del todo. Después no hubo tiempo para seguir en esos cotejos, porque ambos, como las mejores manos del Matadero, tenían mucha «pega»; había días en que debían pelear hasta tres veces.
Eduardo Rodríguez fué siempre un muchacho fornido, bien hecho y con mucho gancho para las niñas. De allí viene el apodo que hoy no encaja bien en un hombre fuerte, seriote, en un hombre de las pampas. Tenía trece años y ya lucía estampa de medio de mediano. «-Oiga, mamá, saque la cuenta. Todos no creen que tengo trece años y se burlan de mí. Y ya estoy cansado de «aforrar» a aquellos que me preguntan con sorna: «Picho», ¿cuántos años dices que tienes?»
Dejó la escuela porque se avergonzaba de verse tan grande entre los compañeros del curso. Todo el mundo lo creía un porro que se había quedado atrás en los estudios. Se fué a trabajar en las calicheras, en labores muy pesadas para un muchacho joven: en «Humberstone», trabajó de socabonero, de emparejador, de huacho y en la cancha se le vió cargando salitre, faena que sólo cumplían los hombres ya hechos, ya maduros. Pero a él le gustaban los trabajos pesados y los hacía sólo por gusto, no necesitaba trabajar, era el menor de siete hermanos y en su casa tenía todo.
Antes no le creían su edad. Hoy tampoco se la creen. La memoria se dispara lejos y de tanto oír su nombre en las carteleras pugilísticas, de verlo protagonista de tantos campeonatos, todos piensan: es un hombre ya terminado, está muy viejo. Y no es así. Sólo tiene 27 años de edad y no piensa todavía abandonar el box, como muchos lo sostienen.
-No ¿por qué? Me siento bien y mientras pueda ganar seguiré. No he sido golpeado. Llevo una vida sobria y creo que, sin esfuerzos, podré actuar en un ring hasta los 30 o hasta los 33 años. Antes, de chiquillo, me gustaba la pelea franca y no me importaba lo que recibía con tal de dar también, pero cuando sufrí las primeras derrotas, en Iquique, frente a hombres buenos, cambié de sistema. Los golpes del herrero Araya y de Germán Flamm, los únicos que me han vencido por allá, hace varios años, me llamaron al orden. Y, entonces, me di cuenta de lo que se necesitaba hacer en un ring: darme maña para dar y no recibir.
«Picho» se hizo boxeador en su tierra. Estima que vino hecho y que, después, en su dilatada campaña por rings de la capital y del extranjero, sólo adquirió más experiencia. Los principios básicos, su manera propia, los consiguió observando y mirando. Era muy niño cuando tuvo una impresión imborrable de lo que debe un pugilista.
-Nunca -dice- he visto a otro hombre hacer entrenamientos mejores que los del Tani. Eramos muy chiquillos y no nos dejaban entrar al Centro. Pero nos encaramábamos en las paredes de las casas vecinas y de allí no le perdíamos movimientos. ¡Qué rapidez para golpear, para esquivar! ¡Qué manera de hacer veinte rounds de cuerda, de sombra, de saco! Arturo Fletcher era otro pugilista que sabía del boxeo y al cual tratábamos de imitar. Después conté con muy buenos consejeros y el primero fué mi hermano, Juan Enrique, que fue campeón de Tarapacá, diez años antes, en la misma categoría que lo fui yo.
Entre Juan Enrique y Pastelito Zárate, otro púgil de cartel, lo formaron: «No pelees así». «Esquiva». «Contragolpea». «Puntea de izquierda y mete tu recto de derecha.» Siguiendo esas instrucciones, volteó los rivales desde sus primeras peleas. Peleas oficiales con los colores de su club, el Juvenil Obrero. Después tuvo otro buen consejero, Segundo Vargas, de María Elena, que lo acompaña hasta ahora y que también es iquiqueño.
Hace diez años que viene a los campeonatos nacionales y pudieron ser once, porque el 38 ya era campeón de Tarapacá en el peso mediomediano, pero la Federación sólo mandó pasajes para tres, que ya eran conocidos: para Bahamondes, Cisternas y Garrido. El 39 fué su primera actuación en Santiago y de entrada mostró calidad. Ganó a González, de Schwager, y a Sebastián Arévalo, campeón de Chile, pero en la tercera pelea lo dieron perdedor contra Juan Montecinos, el solitario púgil de Parral. Había impresionado, pese a ello, en tal forma, que la Federación quiso dejarlo para el seleccionado nacional y enfrentarlo a Sergio Díaz, el nuevo campeón. Rodríguez se excusó por la dificultad que tenía para hacer el peso, se pasaba en 4 ó 5 kilos y costaba mucho sacrificio rebajarlos. Tenía 18 años la primera vez que vino a un Nacional. Ese año, el 39, era mediomediano y defendió a Iquique; al siguiente vino como mediano con los colores amarillos de María Elena, centro salitrero, al cual se fue a trabajar y donde reside hasta ahora. Ocho años que es crédito del pugilismo pampino de María Elena. En el Nacional del 40 ganó dos peleas y la tercera lo derrotó el jurado frente a Manuel Méndez, de Santiago. Se produjo tal alboroto con el fallo, que algunos exaltados pretendieron quemar el estadio, aquel que había en Avenida General Bustamante, al lado del depósito de tranvías. «Picho» Rodríguez ha tenido un sino fatal en su carrera, no ha sido grato a los jurados y varias veces siendo él el vencedor, le han levantado la mano al contrario. En el Nacional del 41 también fue eliminado, con un fallo discutido, con el turco Faila. El 42 fue vencido por Schiaffino, en la semifinal, que lo botó por tres segundos.
«Picho» Rodríguez es un campeón veterano, el único que ha podido mantenerse en primera línea durante un lustro. Desde el 43 que regresa a su tierra con el título nacional. Ese año del 43 venció a Raúl Gálvez, de San Bernardo, a Herminio Saavedra, militar; a Joaquín Castellanos, de Potrerillos, y a Cañete en la final. El 44 ocurrió aquel fallo escandaloso, siempre, recordado, en la final, de un combate en que los tres rounds fueron de superioridad manifiesta del nortino y se dió vencedor a Chateaux. El 45 y el 46 fue nuevamente campeón chileno de los medianos y entre sus vencidos estuvieron Chateaux; Reyes, de Arica, y Schiaffino, y el 47 conquistó también el título, esta vez en la categoría de los medio pesados.
Campaña tan convincente bastaba para que fuera un campeón de gran popularidad. Y no lo es. Ha sido y es crack de esos que la afición no hace sus favoritos. Se le reconocen sus aptitudes indiscutidas de hombre hábil en un ring, de un boxeo sobrio y atinado, de una acción controlada, de amateur con experiencia de profesional, pero no estusiasma, porque no le da al público lo que éste siempre quiere: riña, emoción teñida al rojo. «Picho» en la mayoría de sus combates obra con cautela, con parsimonia y con cálculo. Hace su juego para ganar. Procura que no lo golpeen y espera la oportunidad para meter sus golpes fuertes y precisos. No arriesga, y analiza al adversario, haciendo lo justo. Medido y cincunspecto. Es la razón por qué no entusiasma y no gusta al público y a los jurados. Ha llegado a decirse que le falta entereza y valentía. Y esto no es exacto. Lo saben los mismos que lo dicen. Cuando hay necesidad de pelear, pelea y como guapo de ley. De buena cuna. ¿Recuerdan ese peleón con el marinero Mejías en la final de los mediopesados, hace un año? Se dió cuenta de que lo estaban ganando y para volcar la pelea tenía que salirse de su juego parsimonioso e ir al «dulce». Y fué; allí ganó, como hombre de riña, sin quitar, y dando con todo el alma a un rival que se jugaba entero. Esa noche «Picho» Rodríguez no peleaba contra el marinero Mejías, sino contra los siete mil espectadores que vociferaban en su contra el primer round. Se dispuso ganarlos, vencerlos a todos a fuerza de bravura. «Decirle a él que era cobarde. A él, que vino del barrio Matadero de Iquique.» Esa noche bajó del ring como un ídolo. Es la mejor pelea que se le ha visto en Santiago en sus diez años de nacionales.
En su campaña internacional ha enfrentado a los mejores medianos de Sudamérica: peleó el 42, en Córdoba, frente a Pilar Bastidas, de Uruguay, y a Atilio Caraune, de Argentina, dos hombres que ahora destacan en las lides profesionales. En Lima, el 44, derrotó al uruguayo García y al paraguayo Rivas, y perdió con el argentino Fernández y el peruano Ceferino Tapia. Los diarios declararon que fue despojado de una victoria en este último combate y con ello del título de campeón latinoamericano. Debió contentarse con el de vicecampeón. Fue también meritoria su campaña en el Latinoamericano de Buenos Aires. En el 45, ganó a los rivales uruguayo, brasileño y boliviano y perdió con el peruano Antonio Frontado y con el argentino Juan Carreño. Sus dos derrotas fueron estrechísimas y muy lucidas, tanto que la «Crítica», a toda página, ponderó el combate del chileno Rodríguez con Carreño, como el más emocionante del torneo y, en cuánto a la pelea con el mentado Frontado, todos los chilenos de la delegación regresaron diciendo que Rodríguez se vio mejor que el negro, hoy imbatible campeón de los medianos profesionales.
El año pasado, en Sao Paulo, tuvo su gran combate con el invicto uruguayo Suárez, lo ganó como crack y se constituyó en una de las figuras de la categoría, pero ya se sabe lo que ocurrió en ese torneo; fué un carnaval de fallos. Frente al brasileño Gerardo Jesús, ganó largo, lo sobró tanto, que no quiso noquearlo y al final, ¡oh, sorpresa! le levantaron la mano al rival. Después con el terrible pegador argentino Maturano, hizo una pelea muy cerrada, pero una caída de cuatro segundos decidió el fallo en favor del argentino.
-No puedo golpear a un hombre que ya he vencido en el ring- dice «Picho», que siempre ha sido un contendor caballeroso-. Sé que el público quiere siempre knockouts y pelea; pero va contra mi temperamento; y eso que ocurrió en Sao Paulo con el brasileño, ya me pasó en otras ocasiones. Pero será inútil; no cambiaré en ese aspecto, aunque me quiten muchas peleas. No me gusta ensañarme con el vencido.
El 46, en el Latinoamericano efectuado en el estadio de la Católica, en Santiago, fue campeón en empate con el uruguayo Dagomar Martínez; derrotó al brasileño y al argentino. En ese torneo tuvo una actuación que no satisfizo a nadie, ni a él mismo. Se le vió nervioso, impreciso, apocado. El lo explica:
-A mí me vence la responsabilidad -dice-, sobre todo en estos campeonatos internacionales que se hacen en casa, ante mis compatriotas. Me preocupo demasiado del propósito de triunfar, por ver victoriosos los colores de la patria. Y por hacerlo mejor de lo que puedo, me pierdo. Me amarro y no hago lo que debo hacer. Yo lo siento más que nadie, y lucho contra ese estado anormal; pero hasta el momento no he podido hacerlo. No es que tema a los rivales.
Todavía no he temido a nadie. Me sé capaz de resistir todos los golpes.
Eduardo Rodríguez es un hombre vigoroso, resistente que se curtió a golpes desde sus tiempos de niño, que se fortaleció en el sobrehumano trabajo de las pampas, y ha dado pruebas de que resiste frente a los más grandes pegadores de los rings sudamericanos. Cañete, que le quebró la mandíbula al argentino Mandale, y el peruano Frontado no lo conmovieron. En su larga campaña de púgil ha estado sólo siete segundos en el suelo: tres con Rolando Schiaffino, en el Nacional del 42, y cuatro con el argentino Maturano, el Latinoamericano del 47. Knouckout no se ha visto jamás, y cuando ha sentido un golpe fortísimo ha reaccionado casi de inmediato.
Tomado de Revista Estadio
Don Pampa
Revista Estadio
27 de enero de 1948
Cuando nos enteramos de su muerte escribimos:
www.bernardoguerrero.cl/muerte/edueardo_picho.html