Iquique fue por mucho tiempo una ciudad de barrios. El barrio fue la unidad material y simbólica que ayudó a desplegar una narrativa identitaria. “Somos de aquí”, decían sus habitantes, ya sean morrinos, cavanchinos, matarifes o de Pueblo Nuevo, entre tantos otros.

El barrio fue como se dice en la jerga sociológica la comunidad imaginada. Pero a diferencia de la nación, los límites inventados y los materiales coincidían y estaban al alcance de la mano. Sólo bastaba moverse un par de metros más y se daba con el hito que señalaba el ingreso a la otra latitud, a la otra longitud.  Se vivía el barrio apegado a la tradición oral. No se necesitaba, la escritura, como lo necesita la nación, ni la escuela, ni la prensa para unir a los miembros. Bastaba el altar de la plaza o de la esquina para recrear la mitología fundacional del barrio. Era suficiente la camisa del club, el tótem del barrio, para objetivarlo y de paso cerrar filas en torno a sus mandatos.

Para entender al barrio no se precisó de una capacidad de abstracción como la que se necesita para entender la nación. La expresión “somos de aquí” servía para indicar lo anterior. Ser matarifes o morrinos, era una autodefinición que se encontraba en la calle o en la foto guardada en el álbum familiar. El pasado se construía de acuerdo a una memoria que se iba retocando acorde la ocasión,  según el interlocutor. El barrio, suele tener dos historia. Una, la que se cuenta al interesado, o sea, al que no es de ahí. La otra, la que se transmite entre sus miembros. En esta última, los héroes y los villanos se dan la mano. En la primera, estos últimos, se esconden.

El barrio no puede entenderse sin la tradición oral. La escuela la antítesis de ésta, enseñaba las glorias de Napoleón, la majestuosa arquitectura faraónica o bien la epopeya conquistadora de Carlo Magno. Y cuando hablaba de la ciudad, narraba la gesta heroica de Prat. Pero nada decía de la ciudad y de sus habitantes.  Y lo hacía con el lápiz y el papel. El cuaderno y el libro eran los ejes de una educación viabilizada por el profesor. El cuaderno, era la memoria donde la nación escribía la construcción de si misma. En un cuaderno antiguo, están los paisajes verdes que nos hacían pintar.  El desierto, para el centralismo, no era un paisaje.

El mito fundante del barrio aludía a los primeros habitantes que se asentaron en esos límites aún borrosos de ese plano urbano a conquistar. Esos viejos y esas viejas ya no están.  En cada barrio hay apellidos fundacionales. Los Brantes, los Mir, los Ayala, los Barría, los Soudre (que te vaya bien en la otra vida “Pitigallo”, los MacDonald, los Pizarro, y una larga lista de nunca acabar. Esas estirpes domesticaron la barriada, la humanizaron y la llenaron de vida.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 15 de octubre de 2006. A-9