Hay formas y formas de ejercer la autoridad. Modos y modos de hacerse respetar. Hernán Rosales Heredia tenía una sola. Y la administraba con la voz baja, la mirada serena y el andar casi cansino, pero seguro. Hay personas que no necesitan alzar la voz para decir “aquí estoy”. Lo conocí cuando cursaba el tercer año de Sociología en la Universidad del Norte, en Antofagasta. El profesor de Metodología me convenció de ir a conocer la fiesta de Ayquina. Van Kessel me conectó con el baile Chuncho de don Abdón Rosales de Calama. Una semana compartí con la familia y el baile –casi sinónimos- en el mes de septiembre, el 8, para la fiesta de la Guadalupe.
El baile Chuncho uno de los más antiguos de las fiestas del norte grande de Chile, tal vez de origen amazónico, estaba estructurado en torno a la figura del jefe de familia. En este caso, de don Abdón Rosales. Una familia de Calama que trabajaba en Codelco. En ese entonces Hernán, joven aún, me recibió como a uno más. Ya tenía referencias del baile Chuncho, en términos de sus trajes, cantos y mudanzas, por el de Iquique, el de S. Cartagena. Estos vestían de blanco, los de los Rosales de azul intenso y en otras ocasiones de verde.
En esa semana intensa de Ayquina aprendí el valor de la religiosidad popular. Y para ello debí de suspender los trazos de la mentalidad ilustrada que la sociología porta desde que nació. Esa mirada que a veces lleva a despreciar a lo popular. El baile Chuncho me enseñó en la práctica los que los libros intentan. El valor de la comunidad, de la familia, la importancia de las redes sociales. Y sobre todo, el cómo se genera la autoridad en estructuras como un baile religioso. La dimensión simbólica de la vida se hacía evidente. No sólo de pan vive el hombre, la frase bíblica, asumía todo su valor en la casa de los Rosales.
El caporal, encarnado en Hernán Rosales, era la expresión de un liderazgo sustentado en el carisma, y que tenía como fuente de legitimidad la tradición, la ética entre otras tantas cosas. Una autoridad ritual que se imponía por la elegancia y el respeto del traje. Esa indumentaria que no se presta ya que es sagrada. La chonta, que le acompañaba, era su bastón de mando. Al igual que todo el baile Chucho, Hernán bailaba con la delicadeza y energía que estas danzas requieren. Pero sus pasos tenía la convicción de que estaban dirigidos a su “China”. Sobre su cabeza, una bella chunchera (turbante) con espejos, le otorgaba una señal más de distinción.
El año pasado nos tomamos una foto en La Tirana. Lo visité en Ayquina en su generosa casa el 2010. Tenía la mirada cansada, pero el mismo timbre de voz y la tranquilidad que le daba el ser un buen hombre. Esta semana, tarde por la noche, me entero por una alumna, la misma que nos sacó la foto el 16 de julio, que Hernán había muerto. Las redes sociales, anunciaron su ida y la llenaron de frases sencillas y elocuentes.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 22 de mayo de 2011, página A-8