Miralles

La penúltima broma del mago fue irse. Así de simple. Arregló sus cosas, escribió su epitafio, distribuyó su inmenso amor entre unos cuantos y cerró sus ojos. Lo demás es historia conocida.

No era poeta, era mago, cambió el rostro de las calles del día y de la noche (sabía mejor que nadie que las calles no son las mismas después que el sol cae derrotado). No contento con eso, con su garbo flacuchento, nos enseñó que la belleza era posible. Llegó a mi familia un día cualquiera y nos conquistó con su risa de niño chico y  sabiduría de yatiri.  Habitó nuestras soledades y las llenó de guiños y de orfebrería (era capaz de  hacer maravillas con unos cuantos fósforos quemados y envolver regalos humildes que parecían sacados de las minas del Rey Salomón), pero su gracia más descomunal era hacerse querer. Y sin buscarlo.

Tenía en su diccionario que siempre llevaba bajo la manga el orden exacto de las vocales que no siempre eran cinco. De ese modo podía desafiar hasta la mismísima ley de la gravedad. Volaba con los pies puestos sobre la tierra.  El anecdotario de su familia y de sus tristezas los transformaba en una fiesta. El Mago Miralles sacaba de su chistera las fórmulas secretas para ser feliz.

Amaba por sobre todo las cosas la elegancia. Una frase bien hecha, un verbo en su justo lugar, un adjetivo que nunca fuera descalificativo, la decencia y la dignidad, aunque con minúsculas, deben ser pronunciadas con mayúsculas.  En fin, era un arquitecto que conoció a esta ciudad mejor que los mejores urbanistas que hacían del Democrático su palacio de Versalles.  El no. Por su vocación universal terminó entendiendo de fútbol y de boxeo. Bautizó un libro que no era de él, como “A favor del viento”. Le regaló al Tani el poema que le faltaba, y le puso su voz metálica con  la melodía de un tango que lleva el nombre de su mejor amiga.

El Astoreca supo de su talento. Sus perfomances siguen brillando como un naranjo en flor. Esta ciudad que quiero mucho le quedó chica. Ahora habita con la Mistral en su Vicuña con sus sonetos a la muerte y esos versos “entre el pecho y el aire”. El mago debió haber vivido en el Renacimiento. Esa época era la suya. Estaba de paso por acá. Estaba como prestado, en comisión de servicio. Miguel Angel y Leonardo y otros artesanos de transformar el plomo en oro, lo han llamado para que se haga cargo de no se qué máquina para expulsar el odio; de no se qué artefacto para seguir siendo niño; de no se que procedimiento para transformar la vida en fiesta.

Mientras tanto, espero su última broma: que regrese y nos llene la cara de sonrisas. Ese día llegará. Claro que si.