La memoria y la nostalgia, primas hermanas entre sí, se alimentan de colores, olores, sensaciones no siempre fáciles de capturar. Olores que quedan pegados y que activan, gatillados por razones que no siempre tienen una lógica, por lo mismo compleja de explicar. El olor a “engruo” es uno de ellos. Al igual que el arroz tenía su medida y hasta su fórmula secreta. Harina y agua, ¿Pero en qué proporción? ¿Cuántas horas tardaba en convertirse en pegamento?

A la hora de empapelar la casa, había que cubrir esas paredes obviamente con papel de diario, El Tarapacá cumplía esa función, mi abuelo cooperaba con El Siglo. Un arte esa tarea. Brocha, “engruo” y fijar el papel semi húmedo sin que se arrugara. Las paredes del living cubiertas en blanco y negro con noticias de la falta de agua en la ciudad o con los titulares de la búsqueda de uranio como salvación para esta ciudad que izaba banderas negras. El desaparecido, consumido por el fuego, bar Barracuda, ornamentó sus paredes con papeles del diario ya nombrado. En las noches de otoño leíamos como los ecuatorianos afirmaban que el Tani había nacido en ese país. También se usaba el papel de la bolsa de cemento y sobre este se pintaba.

En casa luego de cubrir esas paredes se procedía a colorear. El “engruo” servía además para hacer los proyectiles que se llenaban de harina y se lanzaban en carnaval. Olor a infancia evoca ese pegamento tan fiel como el perro de casa. Bien revuelto en la olla para evitar que se formaran grumos. La revolución llegó con el papel mural. Pero esa es otra historia.

El olor a “engruo” habita en la memoria como un estímulo sensorial y se activa cada vez que el pasado nos golpea la puerta. A los jóvenes de hoy, hay que enseñarles cómo se hace ese pegamento y de paso que empapelen su pieza para que de ese modo, entiendan que había otra forma de hacer más habitables y hermosas nuestras casas.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 14 de febrero de 2021, página 11

 

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