Los masivos y constantes incendios que han asolado a  Iquique trajo, entre otras tantas consecuencias la creación de  compañías de bomberos. Los migrantes arraigados en el puerto expresaron su solidaridad; a ellos se sumaron los nativos que vieron en esas instituciones el modo más claro de expresar el mandamiento número dos.

El bombero iquiqueño fue el hombre más ocupado de todos los bomberos de Chile. El libro de Marcelo González Borie, ya reseñado en esta columna,  anota la larga cronología de incendios y de salidas de mar, y de todas aquellas actividades que reclaman la presencia de un “Caballero del Fuego”.

Es usual verlo en ejercicios,  o bien solicitando ayuda para mejorar sus implementos. Vendedores de rifas por excelencia, los bomberos son parte de nuestra identidad cultural. En la escuela que fue el barrio, y cuyo patio fue la Plaza Arica, un cantautor anónimo inventó o recreo esa canción que la infancia con pantalones cortos, suspensores y calciplas de plástico -que vendía en forma exclusiva la casa Malagarriga- entonó: “Anoche murió; un bombero, lo fueron a enterrar, con cinco marineros y un sólo Capitán”, el resto hablaba de un chino que iba en carretón.

Sin embargo, hay una tradición que los distinguen. El día en que un bombero fallece, no es un día cualquiera. Y la noche en que lo sepultan la ciudad parece detenerse.

Con sus uniformes de gala, charrateras y zapatos lustrados, los bomberos lentamente se encumbran por Tarapacá en dirección al Cementerio Nº 1. La noche se calla y el sonido del tambor marca el paso de aquel que en vida fue un voluntario y que ahora descansará en paz.

Las antorchas con ese fuego ardiente que el bombero en vida trató de derrotar los acompaña como tratando de hacer las paces. Centenares de pantalones blancos y de chaquetas azules y rojas le dan colorido a esa noche eterna. Detrás, los carros-bombas,  majestuosos le dan el último adiós.

Iquique parece despoblarse para acompañar al bombero. Al llegar a Errázuriz con Tarapacá el funeral adquiere ya un ritmo más dramático. Se acercan al Nº 1. El sonido del tambor parece latir como un corazón colectivo. Al subir por San Martín la angustia parece ser de todos. La entrada al cementerio es majestuosa. Se le deposita en una coruña y se le cubre de coronas. Las palabras de despedida parecen estar de más.

La noche iquiqueña quizás la más alegre de América, intenta detener su paso para despedir a uno de los suyos. Cuando Iquique aún tenía sus veredas de maderas, sus coches Victoria, su Cerro Dragón imponente, su ballenera funcionado, sus helados Gaymers y su Café Derby, el entierro del bombero, era aún más potente. Los enterrábamos así, porque era la única manera de decirles gracias por los favores concedidos,  era el único modo de asumir la culpa por no haberle cooperado en la rifa del automóvil, cuando en esta ciudad tener uno, era casi tenerlo todo.