Campeón de Chile, peso Gallo, 1924.  Nacido en Iquique

Filiberto Mery fué un pugilista para todas las épocas. Impresionó dentro de una generación de ases en los años en que gustaba intensamente el buen boxeo, pero en el cual también el público valoraba la emoción del peleador bravo, que no sabía de renuncias. Veloz poseedor de una técnica que podría llamarse semiamericana. Mery fué, por encima de todo eso, el púgil que dió espectáculo, el que arrastró multitudes por su bravura y por el desarrollo dramático de sus combates. Nunca poseyó la dureza de un Armando Vargas ni de un Arturo Godoy, jamás contó en su bagaje con el “punch” fulminante de un Vicentini ni con el golpe pesado y demoledor de un Simón Guerra. Y sin embargo pasó por una época llena de altísimos  valores sin desmerecer, sin bajar jamás a un segundo plano, siendo siempre estrella de primera magnitud, ídolo de los aficionados y segura atracción de taquilla. Los empresarios lo buscaban y trataban siempre de tenerlo  a mano, porque se sabía muy bien que una pelea de Mery era pelea de público. Contra quien fuera.

Poseía, por sobre todo, una característica personalísima, una marca de fábrica en su desempeño: cuando era derribado era cuando se ponía peligroso, cuando empezaba a desempeñarse con brillo y con ese ataque veloz e incansable que fué, durante toda su campaña, su mejor arma. Ya era provervial y hasta se decía, en esos años, que para ganar a Mery había quer tenerlo siempre en pie, no enviarlo jamás a la lona.

Recuerdo uno de sus matches. Fué en Rancagua y su rival era el ídolo local “Corcho” Gutiérrez. Pegaba duro el rancagüino y en el segundo asalto calzó a “Don Fili” con un derechazo terrible. Cayó éste fulminado, traató de lavantarse en seguida y no pudo. Esperó unos instantes, se puso de pie, y mareado como estaba, hizo frente al rival. Con admirable sentido de la defensa, con cierto don instintivo de hombre de riña. Se mantuvo sin que lo volvieran a calzar, hasta que sonó el gong. Y me acuerdo que en el descanso, un periodista amigo se acercó al rincón y le dijo:

-¡Cuidado, don “Fili”! Boxéelo en este round, defiéndase…

-¡Peleando lo voy a ganar! –respondió, decidido.

Y así fué no más. En el tercer asalto Mery parecía otro. Seguro, eficaz, fué directamente en busca de Gutiérrez, lo acosó con sus veloces golpes cortos a la cabeza, no lo dejó tranquilo, lo llevó de aquí para allá, lo arrinconó y no quiso darle tregua. Promediaba el octavo round cuando el “Corcho” levantó su brazo derecho y, dirigiéndose al referee, se rindió:

-¡No puedo más! –exclamó.

Minutos después, ya en su camarín, Gutiérrez perdió el conocimiento a causa del feroz castigo que le había propinado su adversario.

En sus primeros años de profesional, cuando le arrebató a Carlos Donoso el título de campeón de Chile de la categoría gallo, existía un cuarteto de oro en los pesos bajos: Humberto Guzmán, campeón mosca; “Gorila” Salazar, el más terrible de todos por su ímpetu y su pegada extraordinaria; Carlos Uzabeaga, que en Buenos Aires le ganó al ex campeón del mundo Eugenio Criqui; y Filiberto Mery. Con esos cuatro podía el público haberse estado varios años viendo peleas sensacionales, porque cada uno de ellos poseía su modalidad propia y armas distintas. Mientras Salazar tenía la fuerza de un gancho izquierdo que debió haber sido mundialmente famoso. Uzabeaga era la elegancia pícara y sorpresiva, la inteligencia natural. Mientras Humberto Guzmán representaba el boxeo clásico, limpio y sin asomos de impurezas, Filiberto Mery ponía la emoción interminable, el drama de sus caídas y sus reacciones, la bravura indómita y la veloz decisión de quien fué uno de los más típicos “hombres de riña” que hubo en el pugilismo nuestro. Y conservó sus virtudes hasta el final de su carrera. Afloraron todas ellas en aquel terrible combate contra el Tani, en Valparaíso, cuando subió al ring dispensando ventajas en el peso a quien había sido un astro mundial de excepción. El Tani, con su ataque constante, enfrentado a quien no sabía retroceder, estuvo en su elemento al encontrarse con un Mery ya en el ocaso de su carrera, pero siempre bravo. Al final de todos los rounds, Mery estaba mareado. Pero se reponía y salía a guapear a la vuelta siguiente. Así hasta que terminó la pelea. Fueron diez asaltos amargos, pero grandiosos.

 

Y luego ese combate con Simón Guerra, que fué tal vez el último de importancia. Simón estaba en pleno ascenso y no respetaba marca ni pelaje. Había derrotado a Juan Cepeda, a Domingo Osorio, al “Cabro” Sánchez. Y Mery no tenía ya armas para detenerlo. Loa pesados impactos del hombre joven, a través de los rounds, fueron minando las resistencias del veterano, disminuyendo su poder de absorción, lenta, pero fatalmente. En el octavo round, Mery ya no podía hacer otra cosa que abandonar la lucha. ¡Pero seguía peleando, seguía buscando a su terrible contrincante, continuaba jugando su carta y defendiendo su chance con toda el alma! Guerra, al verlo en un estado de tal inferioridad, al observar  que ya no podía buenamente defenderse, se hizo hacia atrás y pidió al referee que interviniera. Esto indignó a Mery, que, buscando una vez más a su rival, lo llamó a pelear: “¡Echate, no más, cabro!”… El árbitro, como era lógico, no permitió que aquello continuara.

Han pasado muchos astros por les rings chilenos, se los admiró a todos como se lo merecieron. Pero pocos contaron con el favor del público en forma tan absoluta como Filiberto Mery. Porque “Don Fili” supo darles a todos lo que todos pedían. Porque fué, por encima de toda otra consideración, un honesto peleador que jamás supo de desmayos, que nunca defraudó y que brindó, con generoso derroche de energías, inolvidables e incontables espectáculos de emoción pugilística.

Escrito por Ticiano. Figuras del Recuerdo.

Tomado de Revista Estadio, año VIII,  Nº299

5 de Febrero de 1949, Santiago-Chile