Los funerales de barrio tienen una estética que los hace únicos. Poseen un protocolo basado en fuentes orales, que se sigue al pie de la letra aunque tiene variaciones. Funerales inmensos como el de Guillermo Valenzuela, las Niñas de Alto Hospicio, de Cardoen o de los muertos de Pisagua, llenaban de dolor las calles de Iquique.
El deseo de todo habitante de esta ciudad es ser enterrado con banda de música, se entiende con bronces. Privilegio exclusivo de los campeones de Chile se ha ido generalizando. En las puertas de nuestros dos cementerios, el himno a Iquique, rompe la tarde y señala que quedan pocos metros para el nicho.
En los tiempos de funeraria con coches tirados con caballo, un albino rigurosamente de negro y con un sombrero de copa, le daba un aire solemne a la ceremonia. Se llamaba Hermindo Leguatt. Funerarias como la de Moisés González o la de Guerra, Nuñez y La Humanitaria, prestaban un servicio con ataúdes que según ellos, duraban toda la vida.
En el nicho vacío, lo esperaban los funcionarios del cementerio encargados de sellar el nicho, una vez que el muerto, con su terno de madera, estaba dentro. Listo para su trabajo, debían esperar los discursos de rigor. Muchas veces eternos. Un deudo despedía a su padre y al decir: “Aquí están tus dos hijos” desde la multitud se escucha: “Tres”. El humor se lleva bien con la muerte. Los mejores chistes se escuchan en los velorios.
Pero el broche de oro, lo daba, en este caso, don Wenceslao Jara, practicante de profesión, el galeno de la plaza Arica, despedía al muerto. Mientras el maestro Mancilla, para evitar que se seque el cemento, le echaba agua. Jarita con su mejor dicción exclamaba: “Lo que la ciencia no pudo hacer…” y los adjetivos iban y venían. Las plañideras de antes, le dieron el paso a personajes como Jarita, que con frases clásica y redondas, construía la mejor estampa del fallecido. Por cierto, eso lo sabemos, no hay muertos malos.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 11 de febrero de 2024.