Los sueños de la infancia eran variados y muchas veces prohibidos. Otros eran alcanzables con el pasar de los años. Uno de ellos, obtener el derecho a portar la llave de la casa que te otorgaba una especie de mayoría de edad, aunque el carné afirmara otra cosa. Pasar del pantalón corto a largo, era ceremonial importante.

Otro era el ritual del afeitarse. Palabras mayores que indicaba el camino de no retorno, quemar las naves. A partir de ese día, uno se vuelve esclavo de ese acto deseado, pero que pesa. Nadie te preparaba para eso. Era un acto de imitación a los mayores. El reloj parecía detenerse. Desfilaban los implementos: el hisopo, la hoja de afeitar la Gillette, la máquina donde se insertaba la hoja. Y la pequeña fuente donde salía la espuma que encima de la cara ayudaba al milagro de una afeitada perfecta.

Sin embargo, no siempre los milagros acontecían. A falta de filo de la hoja, se la introducía en un vaso y con dos dedos se frotaba sobre el vidrio. Cuando las hojas no daban para más, aterrizaban en la mesa para sacarle punta al lápiz. De este acto tan cotidiano surgen dos expresiones, “afeitarse con un gato” o “más peligroso que mono con navaja”. El Puerto Libre de Arica nos trajo las máquinas eléctricas, algo qué para los varones de barba cerrada, es una inutilidad. Las revistas como Estadio ofrecen en sus páginas diversas marcas para la obtención de una buena afeitada.

Tiempo de economía de crisis. No existía la crema ni la loción y menos el agua que cerraba los poros provocando un ardor indescriptible. La navaja era un lujo para poco y que muchos sólo observábamos en las películas, sobre todo las de la mafia o en las argentinas. Con la migración colombiana las barberías parecen reemplazar a las viejas peluquerías. En todo caso una afeitada perfecta depende de un buen estado de ánimo. Hoy que es un día importante una buena afeitada viene bien.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 16 de mayo de 2021, página 11