Su nombre verdadero fue Homero Cortés
1901-1989
Hombre del Norte Chico,
visión del Norte Grande
El 24 de septiembre de 1984 Homero Bascuñán ingresó en la Academia Chilena. Luis Sánchez Latorre, alias Filebo o Peys, le dedicó una de sus crónicas, las que luego recopiló en MemorabiliaImpresiones y recuerdos (Santiago: LOM, 2000). Recordaba el crítico que Homero, nacido en Tamaya, al interior de Ovalle el 8 de octubre de 1901, representa al típico escritor formado lejos de toda recomendación académica, «en circunstancias que los rodrigones de la Academia se escogían en las ésferas más altas de la sociedad y del intelecto (…). Autodidacto puro, apir y veedor de estrellas en el desierto del salitre (…) compañero de andanzas de Luis González Zenteno y Nicomedes Guzmán, tomó en serio su destino literario, sobre todo a instancias de este último, que vio en él a un Istrati, a un Gorki» (46-47).
Con cuarenta años de periodismo en Las Ultimas Noticias, en su juventud conoció las faenas salitreras, lugar donde adoptó su seudónimo. Humberto Cortés no era literariamente apropiado para tales tareas. Así lo recordaba, «No fue tarea difícil, pues entre mis vecinos de escritorio en la oficina «Brac» (la que posteriormente dio formación a la moderna Oficina Victoria, – mi nota) tenía donde escoger y regodearme. Y tomé Homero, el hermano de mi buen amigo Ernesto Hurtado, y Bascuñán, de ese rubio cascarrrabias que me distinguía con su aprecio. Y así nació Homero Bascuñán, en las prensa de Iquique en 1933.» (Las Ultimas Noticias, 1982, «La Historia de un Nombre,» por Ese Valenzuela).
Como lo menciona, en Iquique apareció su «primer pecado literario» Un problema de actualidad, opúsculo de crítica social, 1933; le siguen La rebelión de los árboles, cuentos (Santiago, 1949); El retorno, novela breve (1962) en las prensas de Ediciones Hacia en Antofagasta de nuestro Andrés Sabella. Homero Bascuñán la describe como la historia «de un maucho ovallino en la pampa salitrera;» De los días perdidos (Santiago, 1976) «en las que recuerdo mi infancia tamayina, los días de escuela en Ovalle, mi aventura pampina en Tocopilla e Iquique, los días de cuartel en Iquique y Tacna, y finalmente, lo visto, vivido y realizado en el mundo de los letras, en la capital» (El Ovallino, 1990). Lo que no comentó an aquella ocasión fue la gama de profesiones que desempeñó antes de llegar al periodismo: calderero, albañil, carpintero, panadero, técnico en explosivos en la pampa salitrera. Mejor formación no puede adquirir un buen escritor. Sobre todo en esa extensa faja de tierra que casi toca la Antártica.
Nicomedes Guzmán nos dejó en Autorretrato de Chile,(Santiago, 1966) la bella semblanza de Homero Bascuñán «La Pampa en el Recuerdo,» con la cual todo nortino se identifica, tanto en los sentimientos como en la descripción de lo que resta de la grandeza del salitre en ese vacío enorme poblado de cementerios y restos de oficinas que resisten el viento, los arenales, el frío congelante de la noche y el calor y la luminosidad del día. Dejemos la palabra a Homero Bascuñán,
Es la soledad; es el retorno al silencio del caliche y de la pólvora; es el amortajamiento de los gritos de los hombres esforzados que hicieron rebombar los socavones, debajo de los cachuchos, que echaron a volar gritos de alerta por los llanuras del desierto, que vivaron los nombres de los héroes al quemar la dinamita con que saludaban las fiestas de septiembre.
¡Cuánto no quisieran ellos – los viejos pampinos- decir de esa pampa que a pesar de todo llegaron a querer! Fue un duro regazo y una dura escuela su aspereza gris.. Su suelo les estrujó la vida a cambio de sus sales apreciadas. Sus cerros les ofrecieron mirajes reverberantes en los largos trayectos de una a otra salitrera, cuando en grupos alegres de peloteros fueron a defender los colores de «Galicia,» «Adriático,» «Gloria,» «San Pablo» o «Argentina.» Sus campamentos, de calaminas y nitroso suelo, les sientieron agotados por las noches sobre las pobres yacijas, los típicos «patas de oso,» que se improvisaban con cuatro tarros parafineros viejos que se llenaban de chuca, y una calamina que era el sommier, y encima «las vicuñas», pobres cobijas en las que muchas veces había retobos y trozos de arpillera. Ese era el lecho en que el pampino humilde «tiraba sus huesos» …y que dejaba antes del alba, cuando el capataz parecía que iba a derribar las puertas a pencazos (54).
Pedro Bravo Elizondo
Wichita State University
Wichita, Kansas
La Pampa en el Recuerdo
«… pero las manifestaciones del esfuerzo y la pujanza del hombre que trabajó los inmensos calichales, permanecerán como monumentos macizos, cuyas toscas facciones fueran labradas con pólvora y sudores, con sangre y dinamita, con voces y detonaciones, durante años de labor intensa, que un sol de veranos eternos chamuscó poniendo una costra gris sobre las pircas y los acopios abandonados.»
HOMERO BASCUÑAN
HOMERO BASCUÑAN (1901) surgió literariamente con «Don Pigua», cuento sencillamente magistral acerca de la dura realidad geográfica y humana del Norte del salitre. Su obra posterior, «La Rebelión de los Arboles», lo aleja de lo que fundamental en su creación novelesca. Pero mantiene vivos, en sus relatos inéditos, la existencia y el potencial humanos de los hombres del salitre. A este propósito, tan suyo, corresponden estas rudas y cálidas evocaciones del gran territorio norteño.
EL TRÁNSITO del hombre por la pampa salitrera ha dejado huellas imborrables, que bien pueden adquirir expresión de eternidad si el hombre del futuro no dispone de inquietud aventurera, de ensoñación y audacia, de empuje y mano recia. La chuca, con la complicidad de los vientos pampinos, podrá borrar los caminos y quizás los cementerios de primitivo aspecto, pero las manifestaciones de esfuerzo y la pujanza del hombre que trabajó los inmensos calichales, permanecerán como monumentos macizos, cuyas toscas facciones fueran labradas con pólvora y sudores, con sangre y dinamita, con voces y detonaciones, durante años de labor intensa, que un sol de veranos eternos chamuscó poniendo una costra gris sobre las pircas y los acopios abandonados.
Los tiempos de prosperidad, en que el «oro blanco» era esperado con ansias por los surcos abiertos de todos los países de la tierra, empezaron a esfumarse con la primera crisis. El éxodo de pampinos retornó a sus pueblos de origen. Los mismos barcos que diez o veinte años antes habían llevado al Norte a millares de hombres pletóricos de esperanzas, trajeron después a los que habían escapado de la muerte oculta en las grietas de los días, en el estallido de la dinamita, en el hervor de los cartuchos, en los derrumbes fatales de las cuevas. Mutilados regresaban algunos, viejos la mayoría, pero todos manifestando, en arrugas profundas y tostadas, el agotamiento producido por la prolongada aventura.
Sobre cubierta, sentados en sus camas o apoyados en la borda, tristes y vencidos, desmadejaron recuerdos. A veces, la sal de una lágrima fue a sumarse a la inmensidad del mar. Con pensamientos paridos con dolor y con residuos de antiguos metales, construían otra vez los mundos quiméricos de su juventud. Y más allá, soñando siempre, los dinamitaron en el corazón de los bolones de caliche y las detonaciones y prolongados baladros de los «tiros grandes» tronados con diez, quince o veinte quintales de póilvora, que estallaban a la distancia rasgando la tierra en un parto gigante de caliche, chuca, costras y panqueques, que se expandían en el ámbito como árboles de efímera y gris lozanía, como incensarios insólitos saturando cielos y llanuras con la chuca aventada y el humo quemante de la pólvora. Y las noches de vino, alegría y mujeres en los lupanares de los pueblos pampinos, donde las hembras, dóciles al requerimiento y prestas a la caricia venal, borraban en los besos y en la entrega el pensamiento atarazante de la calichera y de las madrugadas, monótono, martirizante y como cosido al alma.
Y si se quiere penetrar más todavía, bien vale la pena tornar en el recuerdo a la pampa chilena. Aventurarse por el desierto, rasgar los muros de camanchaca en las noches frías, que hacen crujir los salares y entumecerse a los muertos. Contemplar con pupila escrutadora el espejismo de las lejanías grises, festonadas de quemantes reverberos, cuando el sol ya no puede alzarse más. Observar los cementerios añosos con su plantío de cruces empolvadas. Mirar las huellas polvorosas, pobladas de carretas veloces, de mulas de azotas ijares y sudorosas crines y de capataces y cuarteadores de cara terrosa y vocabulario rudo y procaz. Seguir la trayectoria del humo de las chimeneas estáticas, que se desliza lento como un gallinazo enorme y agotado. Correr detrás del eco de los bronces sonoros de las campanas del mediodía, que roza sus alas en las calaminas y vuela hacia lontananzas remotas. Agacharse a la orilla de los cachuchos hirvientes, en los que se cocina la blanca substancia del nitrato. Poner oído al concierto bullicioso de «los chanchos» que trituran las costras con sus recias mandíbulas de acero. Poblar de chancadores, «matasapos» y derripiadores los aledaños de las canales de fierro por las que corre el caldo ambarino hacia las bateas tendidas en los muelles, en medio de las pirámides albas e imponentes del salitre. Mirar esos gallinazos agoreros que revolotean sobre los basurales y pensar que son guiñapos de mortajas que el viento helado de la muerte levanta de las tumbas; imaginarse que el plumaje sucio de esas aves es el humo del polvorín incendiado que acaba de achicharrar algunas vidas; afirmar sin vacilación que la muerte flota en el aire, en el vuelo cansino de esos pájaros hambrientos, que mueven sus alas cadenciosamente como grímpolas de luto vagabundo.
Esa vida, ruda y fragorosa como la creación de un mundo de tragedia, que nos ofreció la pampa en sus días de apogeo. Ese fue el aspecto de los gloriosos abriles de sus años triunfales, plenos de caliche, desbordantes de sueños y esperanzas, dolorosamente manchados de explotación y sangre generosa derramada. ¡Y cómo ha quedado! Desierta casi en su totalidad, como un continente de agonía, como un desierto envejecido que amurra su rostro gris en los salares y en los rajos, como si se esforzara en tatuarse una mueca angustiosa que eternamente llene la pupila azul del firmamento.
En estos días, las locomotoras calicheras -los «tachos» pampinos-, con sus silbatos patinados, se carcomen de silencio en las Casas de Máquinas. Los grandes generadores, echados sobre el cemento, yacen como gigantes, sin destino en las plantas eléctricas, y los filamentos de cobre están vacíos de energía y resplandores, como arterias desangradas después de un accidente terrible. Las fraguas pampinas ya no agitan sus penachos de carbón ardido, ni los martillos cantan golpeando a compás sobre los yunques de bruñidos espejos. Las murallas de los corrales ya no acusan, en la aspereza gris de sus adobes, el relincho de las bestias ni las maldiciones de los carreteros al empezar la jornada en las horas obscuras del amanecer. Los campamentos yo no sienten vibrar en sus calaminas el recio latir de una vida de titanes, ya esfumada. Y los ámbitos están vacíos de todo, porque las almas sencillas de esos hombres que pueden iluminarlos con sus auras de enrojecidas luces, emigraron a buscar el pan que en esas regiones ya no había. Y la pampa desierta ya ni siquiera es recuerdo, sino luto, luto gris, luto desteñido por ese mismo sol que tostara millares de vidas en las calicheras ahornagadas.
Ahora y siempre, el sol seguirá ostentando su presencia de pira errante en esa pampa desolada, y en su rodar eterno dentro de su órbita inmensurable seguirá quemando esa tierra, levantando pueblos de rara arquitectura y pirámides móviles, inundados por el agua de enrarecidos silfos que, mágicamente, brota de los manantiales de chuca achicharrada. Espejismo; nada más que espejismo. Espejismo que un día maravilló al pampino y le hizo plasmar, con su materia diáfana, mundos de sueño y maravillas que la áspera realidad del trabajo fatigoso y mal remunerado derrumbó a puñetazos de amargo desengaño. Espejismo que le hizo creer en la justicia de los poderosos, pero que se rompió como cristal endeble al llorar sobre los restos de sus muertos, después que los mensajes que venían del otro lado de la vida se tiñeron de púrpura en sus cuerpos acribillados por la metralla fratricida. Espejismo que le mantuvo engañado durante toda su vida con la mentira de una esperanza estéril y que sólo al final de la lucha el espejo de la experiencia le reveló en las canas prematuras y en su expresión dura y amarga que cincelaran las faenas, las miserias y los soles. Espejismo que ahora arde solitario en la pampa eterna, que eternamente seguirá soñando el retorno de sus parias.
Finalmente, las construcciones deshechas y las maquinarias desarmadas de las Oficinas paralizadas y todo aquello que fuera posible aprovechar de las casas de los pueblos abandonados, fueron trasladados a los muelles de los puertos.
Recordando ese pasado pampino duro y trágico, algunos ex pampinos -sureños ahora, después de la aventura memorable- reviven sobre esa ruina los días de fragor y de trabajo en las calicheras, las cuevas y las rampas; las noches de farra en casa de las «paisanas» que vendían piroja, o de diversión en la fonda, en el juego de «la lota», palitroques y «bagatela»; los días domingos jugando a la pelota en las canchas rodeadas de bolones y de pircas, que finalizaban en la filarmónica, en medio de la alegría loca de las cuadrillas y de «las cuecas valseadas», al compás del acordeón… Y al final del recuerdo, más allá de la ensoñación, soledad, solamente soledad.
Es la soledad; es el retorno al silencio del caliche y de la pólvora; es el amortajamiento de los gritos de los hombres esforzados que hicieron rebombar los socavones, debajo de los cartuchos, que echaron a volar gritos de alerta por las llanuras del desierto, que vivaron los nombres de los héroes al quemar la dinamita con que saludaban las fiestas de septiembre.
¡Cuánto no quisieran ellos -los viejos pampinos- decir de esa pampa, que a pesar de todo llegaron a querer! Fue un duro regazo y una dura escuela su aspereza gris. Su suelo les estrujó la vida a cambio de sus sales apreciadas. Sus cerros les ofrecieron mirajes reverberantes en los largos trayectos de una a otra salitrera, cuando en grupos alegres de peloteros fueron a defender los colores de «Galicia», «Adriático», «Gloria», «San Pablo» o «Argentina». Sus campamentos, de calamina y nitroso suelo, les sintieron agotados por las noches sobre las pobres yacijas, los típicos «patas de oso» que se improvisaban con tarros parafineros viejos que se llenaban de chuca, y una calamina que era el sommier, y encima «las vicuñas», pobres cobijas en las que muchas veces había retobos y trozos de arpillera. Ese era el lecho en que el pampino humilde «tiraba sus huesos»…, y que dejaba antes del alba, cuando el capataz parecía que iba a derribar las puertas a pencazos.
En los viejos cementerios, ocultas por la chuca, están las huellas de sus pasos desde cuando fueron a sepultar a un hermano o un amigo. Pero ahora, quién sabe si alguna cruz abra sus brazos sobre tanto olvido y soledad, quién sabe si alguna corona de papel se enlace al madero carcomido que entronca en las cenizas de un hombre del lejano ayer, porque ahora la pampa, como nunca tal vez, está ma´s abandonada y solitaria. Y si tiene un alma sensible a la nostalgia, ha de llorar en las noches después que el sol, vanamente, haya florecido el oro de su plenitud sobre las huellas, durante la monotonía de las horas, y los pasos de nadie hayan venido arrastrando una sombra… Las camanchacas de la noche, como anhelos y llantos de la tierra, se acurrucarán en las murallas desmoronadas de los campamentos huérfanos de vida. Y sólo las ánimas han de vagar en las sombras, tiritando bajo el frío y el agobio, mirando con la cavidad profunda de sus cuencas el armazón de las coronas deshechas, suplicando con plegarias de huesos quejumbrosos una ofrenda de flores de papel que nadie ha de llevarles. Y esos muertos, aburridos de tanto silencio, de tanto olvido, de tanta soledad, en un gesto rebelde se han de levantar en las noches a vagar por la llanura y los salares, como sollozos sonámbulos de la tierra que llora en sus mortajas la soledad de los años, que ya manifiesta su aterradora presencia y amenaza reventarla con el peso de los siglos que, como bolones de dura eternidad, han de venir a formar sobre su ruina acopios y desmontes de silencio y olvido.
Tomado de Autoretrato de Chile.
Selección de Nicomedes Guzmán
Zig- Zag. 1957.
Santiago, Chile