La infancia aparte de vivirla, hay que contarla, repasarla y por lo general, construir una imagen idílica de ella. Canciones, poemas, cuentos y novelas se han encargado de entregarnos bosquejos de este período de la vida. Antonio Machado escribió: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla/ y un huerto claro donde madura el limonero”.
Esta etapa de la vida, quizás la más importante de todas. En ella se templa buena parte de lo que llegamos a ser cuando adultos, se edifica sobre la base de recuerdos idealizados. “Que tiempo feliz el de niñez/ yo no se para que pasará”, cantan Los Chalchaleros. O Quelentaro: “que hambre más bonita/ aquella de la infancia/ le canto imaginando/ el patio de mi casa” (Milonga para Celinda). Y muchas más, y en todos los idiomas.
Fue el psicoanálisis de la mano de Freud quien alertó sobre el carácter complejo y problemático de esta etapa de nuestras vidas. No es que le haya quitado la inocencia, sino que la ubicó en un horizonte en la que se forman nuestros temores que van a expresarse más adelante. Las experiencias históricas del horror han quedado marcada también en esos años. El nazismo, destrozó la infancia de muchos niños y niñas. Está la novela “El niño del pijama a rayas”, de John Boyne, o bien “Sin destino” de Imre Kertész. En ambas la infancia deja de ser un bonito recuerdo.
La infancia se reparte entre la escuela, el barrio y la familia. En las dos primeras, ocurren procesos de aprendizajes que no siempre los padres se enteran. Cada uno de estos espacios, ayuda a modelar lo que serán nuestros recuerdos más adelante. La infancia, esa que configuran otros, tendrá sobre nuestra identidad una fuerte repercusión.
“Nos empeñamos en dirigir sus vidas
sin saber el oficio y sin vocación.
Les vamos trasmitiendo nuestras frustraciones
con la leche templada
y en cada canción”, canta Serrat, indicando con ello el fuerte control y disciplinamiento que nuestros padres ejercen sobre sus hijos. Y estos repetirán esas lecciones.
Estrella de Iquique, 17 de junio de 2012, página 12