Saboree una naranja al mediodía, coma sopaipillas a eso de las once de la noche junto a un café o una gran taza de té. Pero no pierda de vista lo esencial. La Tirana es la fiesta de los más humildes. Detrás de una cuyaca, de un gitano, de un piel roja o o de un moreno, hay hombres, mujeres y niños, que día a día, en Iquique, Calama, Arica o Tocopilla tiene que sobrevivir.
El 15 en la noche, a eso de las diez y media, instálese en la plaza. Y espere que den las doce. La virgen saldrá de su templo. Si no se emociona, algo pasa en usted. No olvide de dejar en casa su racionalismo cartesiano.
El día 16, el día grande no se pierda en la plaza. Ese día y en ese lugar la jerarquía de la Iglesia Católica y los políticos se toman los micrófonos. En los alrededores, en los campamentos, en las afueras los bailes se preparan para la procesión. El ajetreo es intenso. El traje debe estar “impeque”. Los músicos afinan sus instrumentos de bronces. Las mujeres preparan el almuerzo. La Virgen en anda por esas calles es la demostración más palpable que “Dios no ha muerto”.
El 16 por la tarde la alegría da paso a los momentos más tristes. Hay que despedirse de la china. Hay que volver al mundo competitivo. Como dice Serrat “vuelve el pobre a su pobreza”.
Hasta el día 18 los bailes se despiden. Observe desde cerca como esos hombres rudos que trabajan en el Terminal Agropecuario o en el puerto, son presas de la emoción. ¿Quien dijo que los hombres no deben llorar?
Ya nada queda en el pueblo. Sólo sus habitantes que no son más de cien familias. Farías, el cacique, vuelve a su rutina. Y con él todos, al igual que el Caporal del baile chino o de las cuyacas. El viejo tópico ya lo dice “la función debe continuar”.