Su función en la cancha, ya sea en la Casa del Deportista o en el Norteamérica era elemental: correr o desplazarse por ambas puntas y desde ahí, en un gesto con la cabeza, en un abrir o cerrar los ojos, dejar al defensa parado sobre sus yerros, y de ahí se alzaba con el balón y… canasta. En ese tiempo, en los tiempos de Juanito, la canasta, valía dos. Regresaba al centro de la cancha sin darle la espalda al rival. Ni al mar ni al adversario había que darle las espaldas. Eso lo aprendió en las tardes de la calle O´Higgins, allí donde choca con el mar.
Juan, Juanito, era por definición, en la jerga del básquetbol de ese entonces, un alero. Baloncesto que se jugaba en todo Iquique, y en todas sus canchas: Iquitados, Chung Hwa, Jorge V, Academia, Norteamérica, La Cruz, Rápido y otras que la memoria no retiene. Eran los tiempos del gran Lolo Pardo, de Sergio “Cacerola” Bustos.
Era así, rápido como una ardilla. Así también reía. Los vi con el uniforme verdiblanco toda su vida. Aunque su padre fue un cruciano confeso, la casualidad venció a la genética. De no haberse mudado su padre de barrio, hubiera sido amarillo y negro, y entonces sus canastas las habríamos celebrado como los verdiblancos la gozaban. Injusticias de la vida.
Nunca intercambié más de dos palabras con él. Ambos sabíamos que éramos de esta tierra y como se dice por acá “nos ubicábamos”. Nunca tampoco nos encontramos en el paseo Huérfanos que es lugar donde los iquiqueños nos abrazamos como si no nos hubiéramos vistos años de años. Juan-Juanito Schenoni, era un hombre delgado como el día lunes, pero su sonrisa abría las inmensas mamparas de la calle Baquedano. Una noche de esas donde la sociabilidad iquiqueña se da mañas para contarse las mismas historia de siempre, tuve el gusto de tomarme unas copas de más con Juan-Juanito. De esas copas nació este cariño y estas letras que hoy le escribo cuando la página más fea del diario local, la de las defunciones, me tira por la cara el nombre de Juan-juanito, y me indica el lugar y la hora donde sus huesos verdiblancos serán enterrados. Esa noche de copas supe que las hermanas que me enseñaron a leer, la Mariante y la Popi llevaban sobre su verde y añoso carné de identidad, el apellido de unos de los fundadores de La Cruz. Esa noche de tragos de más supe que más de alguna vez se sintió pésimo por habernos derrotado. Se habrá sentido engañando a su padre y al barrio el Matadero y a la Plaza Arica, barrios fundamentales, por supuesto. Ahí nació esa amistad que me hace escribir estas líneas, aunque en honor a la verdad, habría que decir que ahí se recreó. No lo volví a ver. Andará por ahí se responde uno. Y en ese hojear de mañana la prensa, pasando de la vida social a la crónica, me encuentro con esa página que habría que eliminar. La muerte, me deletrea, los nombres de Juan Juanito al lado de ese apellido tan italiano, y tan nuestro a la vez.