Fue tanto el impacto que sobre nuestra infancia tuvo el cine norteamericano que era casi natural jugar en las tardes a la cowboy. Huérfanos de televisión y armados con un par de pistolas que David del Curto nos proporcionaba a través de los cajones de manzanas que la tienda “El Zorro” vendía en Juan Martínez con Serrano, nos internábamos en la tupida vegetación de la Plaza Arica a vengar a la niña ultrajada por el malo. Don Evaristo, el sereno perdía rápidamente la serenidad y nos echaba tal vez de envidia, ya que nunca pudo ser John Wayne, aunque tuvo el porte y la estampa, pero sus ojos castaños lo traicionaban.
Otras veces penetrábamos a la misma muerte, cabalgando sobre los nichos del Cementerio Nº 1. Gary Cooper nunca tuvo una escenografía como la nuestra. Un poco macabra, pero era la más natural que teníamos a mano. Entre el mausoleo de los masones, de los veteranos del 79, de los chinos y de los artesanos, las balas volaban las cruces y más de una se estrelló contra un ángel de mármol. No eran de verdad, pero tampoco eran de mentiras esos proyectiles, menos aún de fogueo. Eran balas orales cuyo sonido se desprendían de nuestros labios. Era un sonido seco, sin aspavientos y con una sola vocal. Era un “pum” lacónico, aburrido, pero certero. Tirados en el suelo, nos enfrentábamos con la lápida de un niño muerto de bubónica, que parecía envidiarnos detrás del cemento.
El problema ético que se nos planteaba tenía relación con saber quienes eran los buenos y quienes los malos. Era una pregunta fundamental, ya que cualquier película del oeste enseñaba que los malos siempre morían. Sin embargo en nuestros juegos los límites entre uno y otro, eran bastante laxos. De otro modo, no se explicaba como el Rubio Andrés, conocido como el “niñito bueno” (léase, por favor con cierto tonito irónico) muchas veces las ofició de galán.
El desorden nos vino mucho después, cuando en el teatro Nacional se exhibió “Por unos dolares más”. Allí nuestras verdades se derrumbaron como el Muro de Berlín. La tenue distancia entre el bien y el mal, desapareció para siempre. La ética de la sobrevivencia, la de la guerra, la de la cárcel entre otras, se apoderó de las pantallas del cine de la calle Sargento Aldea. Glenn Ford fue reemplazado por Clint Eastwood, un vaquero sucio y hediondo, que desconfiaba hasta de su sombra. El pujante modelo made in Usa del oeste parecía caer en descrédito. La nueva escenografía mostraba pueblos miserables. Con esas películas entendimos que el Oeste pudo haber sido de otro modo, distinta a la versión de R. Scott, cuyo nombre de pila no es Ridley. Klauss Kinsky encarnaba al más malo de todos los malos. Morricone, por su parte, puso una banda de sonido que nos cautivó. El tema del Bueno, el malo y el feo, se conoció como la canción de la “guagua”. Las balas empezaron a sonar de otro modo. Sergio Leone deconstruyó el género, y a la vez lo reencantó. Del lacónico “pum” pasamos al “tichún tichún”. Franco Nero que nunca pudo superar a Django, arrastró el cajón, que bien pudo haber construido Pérez/Clemente, por el que viajó por todo el oeste. Hace unos días atrás volví a ver el Bueno, el Malo y el Feo. A decir verdad, me quedó con la versión de los años 70, la de mis 16 años, con la música de Los Iracundos, esperando que el cojo apagara las luces.