Es el espacio urbano preferente. En la calle se nos revela el carácter público de nuestra existencia. A ella nos volcamos apenas tenemos la posibilidad de movernos por nuestros propios medios. Antes en brazos de nuestros padres o bien en el coche, un bien que no todas las familias presumían, nos asomábamos a ese mundo exterior. Ir de compras al negocio de la esquina constituía un ejercicio de autonomía no siempre asumido ni menos valorado. Luego la conquista de las otras calles, de las plazas y de los cementerios.

La ciudad hizo de las calles una forma de comunicación y de desplazamiento. La calle, fue, en pasado, un lugar administrado por sus habitantes. La prolongación de la casa y de la vereda. Existía una continuidad entre ellas. Incluso el verbo callejear tuvo sentido en ese contexto. Fácil es entender porque ahora no se usa. Sólo los quiltros callejean.

Las calles fueron, entre otras cosas, canchas espontáneas. Un par de piedras por arco y la pichanga se armaba. El coche Victoria conducido por el señor Leguatt o el automóvil del Dr Reyno interrumpía de vez en cuando el ritual post siesta. Las calles eran de los funerales y del carnaval. Bajaban por Zegers los pampinos rumbo a la plaza Condell en pos de mejores condiciones de vida.

La calle perdió su encanto cuando se masificó el uso del automóvil. En las noches de toque de queda, los pesados camiones militares y los jeeps se apoderaron de la noche. Intuíamos su violenta presencia por el miedo. La Zofri inundó nuestras calles con vehículos japoneses. El suzuki reemplazó al coche Victoria. Perdimos la calle. Nuestra relación con ella es de temor. La calle que nombra el tango dejó de existir. Ahora el rap la versifica. En la calle ya no se juega, se transita y con los ojos bien abiertos. La vieja expresión la «calle es libre» yace en el diccionario de la nostalgia.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 19 de enero de 2014, página 22