Desde fines de enero nos vienen anunciando, lo que a nadie le gusta enterarse: viene la entrada al colegio. O mejor dicho a la escuela, o para ser más trágico, a clases.

La rutina empieza nuevamente a golpearnos por la espalda. La lista de útiles, cada vez más larga y sofisticada, cada vez más urgente, cada vez más estresante. Las librerías, hacen su agosto en pleno mes de febrero: descuentos importantes si usted compra antes de tal o cual fecha. Los uniformes, cada vez menos uniformes (cada colegio tiene uno distinto); los uniformes sirven para establecer diferencias; buzos que cumplen la misma función que los uniformes.

Con la primera campanada o mejor dicho con el primer timbre, la temporada de playa queda absolutamente cerrada. La TV muestra cada año las mismas imágenes: niños y niñas que por primera vez acuden a esta institución civilizadora. Llantos y sonrisas, padres y madres ansiosos. Nada nuevo bajo el sol de marzo.

Nadie más feliz que un niño cuando sale de clases, escribió y cantó Serrat. Nada más pagano que un lunes sin clases, canta Sabina. Lo cierto es que el tiempo que pasamos en la escuela es tan grande como el que pasamos viendo televisión.

La escuela tiene, si es que somos afortunados de contar,  maestros. Esos cada días más escasos. Esos que Albert Camus en su libro “El primer hombre” retrata. Ese que creyó en ese niño pobre que luego habría de obtener el Premio Nobel de Literatura. Ese que dijo “todo lo que soy se lo debo al fútbol”. Ese maestro que el dúo “Quelentaro” inmortaliza en su larga canción y testimonio que  se llama  “Maestro Rural”.

La escuela sirvió por mucho tiempo como herramienta de movilización social. Era, el único instrumento que los pobres tenían para abandonar la pobreza. “Lo único que puedo dejarte es educación” le dicen los padres a sus hijos. Muchos venimos de esa tradición.

Hoy, sin embargo, la realidad es otra. Hay escuelas que sólo sirven para reproducir la pobreza. No por falta de voluntad de sus integrantes, sino por la sencilla razón, que la calidad de la educación, el capital cultural de sus educandos, no permite otra cosa. Ahí están los resultados de la PSU. Esta es una asignatura pendiente de nuestro sistema educacional. En este aspecto estamos repitiendo. La campana de la Centenario no suena igual que la de los colegios particulares.

Cada año, marzo se viste de esperanza. Ese niño que entra a un colegio público ignora que su futuro de alguna manera ya está escrito. A ese futuro hay que doblarle la mano.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 19 de febrero de 2006. A-9