Ya no existe la matinée. La semana pasada terminó definitivamente. Algunos de ustedes, a lo mejor, no estarán de acuerdo con este diagnóstico. Dirán que terminó muchos años atrás. Por ejemplo, cuando se quemaron esas dos salas templos de las funciones de cine por la tarde: El Nacional y el Coliseo. O cuando el Municipal dejó de apagar sus luces en esas horas de la siesta. O para ser más preciso cuando, el Tarapacá, esa joya que alguna vez tuvimos se las dio por no abrir nunca más sus cortinas.
Pero no, la matinée concluyó recién la semana pasada. Cuando digo matinée digo barrio por ejemplo. Digo, thermos con té y pan con pescado frito. Digo, señora Lidia Pizarro que nos llevaba a todo el barrio al Nacional. Digo, para ser más preciso, galería por la calle Amunátegui donde hoy hay un bar. Aun queda la subida esa que nos conducía a la boletería y luego a esa entrada donde la ficción nos abrazaba o bien en la que los patos malos de la época, al apagarse la luz, nos recibían con combos o bien nos quitaban el piquichuqui comprado en la heladería Rex. Digo, para no engañarnos, esa galería donde una vez, cuenta la leyenda, un inquieto iquiqueño lanzó un guajache que cayó con sus alas a medio abrir sobre el respetable que en la platea se solazaba viendo como John Wayne aniquilaba a un apache. Eran los tiempos en que nos criaron con la idea de que los blancos eran los buenos y los indios, los mexicanos. los árabes, los negros, en otras palabras, los otros, eran los malos.
La matinée no se terminó con el cierre de esos templos del séptimo arte. No. Se acabó cuando nos enteramos que Miguel Aceves Mejía había muerto. Se terminó cuando la tele, la que mató a la matinée, nos informó que había muerto Jack Palance.
El charro y el malo por excelencia se nos fueron y con ellos la matinée. El rey del falsete y el feo por mandato divino se nos fugaron a ese otro escenario que dicen, los que creen, existe. En ese entonces el humor popular decía Miguel “A veces Jemía” en vez de Miguel Aceves Mejía. Y al feo que veían lo moteaban con Jack Palance. Nunca entendí, por ejemplo, por que mi abuelo negro, un cinéfilo que fumaba en la galería del Coliseo, le decía al charro “Salchichón”.
Lo cierto es terminó la semana pasada cuando murió don Humberto Lozán, quien cantando “Quémame los ojos” nos hacía menos larga la espera para ver esa eterna serial que nunca terminó “Camino a Oregón”. La matinée terminó de morir esta semana cuando me entero que el mejor bailarín de la ciudad se había ido tras los pasos de Aceves Mejía, de Jack Palance y de Humberto Lozán. Don José Gárate, el jinete, como les decían sus amigos, hermano de Jorge, Mario, Luis, hijo de Manco Manco y del barrio Matadero, cerró para siempre las cortinas de la matinée. La matinée se nos fue muriendo de a poco, así como de a poco se nos muere la ciudad.