Una vieja canción de la década de los 60, compuesta por Carlos Imperial  y popularizada por el brasileño Osvaldo Quadros, hizo cantar a toda una generación. Un ritmo pegajoso y una letra sencilla pero efectiva. Su nombre «La Plaza». Un homenaje a ese lugar del espacio público que prolonga el patio y el living de la casa. Una canción que parte creyendo que ese invento de la sociabilidad humana nunca sería puesto en duda.

La plaza, el lugar donde los momentos fuertes de cada uno adquieren una resonancia especial. El primer beso, las preguntas acerca de la eternidad de la vida, jugársela por la muchacha del otro barrio. El sitio donde la virilidad se actualiza de tarde en tarde. La plaza funcionaba además como la ortopedia necesaria para construir la idea del nosotros. La esquina y mas tarde el cine, la mesa de pool, el bar de más allá y las sonrisas de las niñas que habitaban en la “Casa de Rejas”. Mejor no sigo.

«La misma plaza, el mismo banco, las mismas flores, el mismo jardín, todo es igual, pero estoy triste, porque no te tengo cerquita de mi…». El tiempo parecía no detenerse: el mismo jardinero, el viejo banco donde el amor creció. Abunda la canción en detalles para entender como eran las plazas en esos años: columpios, carruseles, niños que no paran de correr, pajaritos, viejo manicero. Nada parece cambiar. Se juega al amor eterno. Y como testigo, el jardinero.

El desdichado compone la canción en el mismo banco donde el amor creció. El tiempo pasa y siempre se recuerda el primer amor. No contaba Chico Buarque de Holanda con la voracidad del modelo neoliberal que se engulló incluso a las plazas, esas tan bien retratada en esta canción.

La plaza Prat con personajes como Che Carlos, y con árboles que las generaciones actuales no alcanzan a imaginar, fue la escenografía ideal para recrear una ciudad que se reconocía en sus calles y sus avenidas. La ciudad englobaba la casa y el barrio en una sola unidad.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 29 de diciembre de 2013, página 25