Es común escuchar acerca del desierto tarapaqueño, afirmaciones como «no hay nada aquí», o bien la clásica expresión: «donde nunca la flor creció». Una mirada, por cierto, desde fuera de nuestro territorio. Sin embargo, para desmentir lo anterior, hay una fuerte conexión entre manifestaciones religiosas y el desierto. Una suerte de marca mayor, el desierto, que permite el surgimiento de este tipo de religiosidad. En una novedosa figura literaria y a la vez potente instrumento de análisis, el antropólogo francés Marc Auger, creó la figura del no-lugar en anti-posición al lugar. El desierto sería por definición el no-lugar. No obstante, para los que radicamos en este territorio esa «nada» está llena de contenidos y de significaciones. En otras palabras más que un no-lugar, es un lugar.

El culto a la virgen del Carmen, a través de las peregrinaciones al pueblo de La Tirana, ha transformado a este histórico lugar proveedor de agua y leña, en un lugar sagrado. La tumba, el lugar donde en la muerte Vasco de Almeyda y la Nusta Huillaca descansan luego de su violenta muerte, da origen a la leyenda sobre la cual se sustenta este masivo culto.

La Tirana es el desierto domesticado por la fuerza de una fe que por mucho tiempo fue perseguida, a través de su invisibilización. Se le llamó, en el mejor de los casos, como folklore, y paganismo en su más violenta expresión.

Los bailes religiosos a través de sus asociaciones y federaciones siguen transmitiendo su legado. La iglesia católica ha logrado entender esta lógica sencilla, pero profunda. La Tirana, como he dicho en otras ocasiones, nos desafía a entenderla más allá de nuestros prejuicios, tal como el desierto nos interpela a desconfiar de aquellos que afirman que es la nada misma.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 15 de julio de 2018, página 4. Suplemento Especial

Fotografía de Manuela Portales, para este portal.