La ropa sucia se lavaba en casa, pero se colgaba en el techo. Luego venía el planchado. Los pantalones y las camisas del vecino se secaban bajo ese sol que tanto extrañamos. Lavar y planchar, dos caras de una misma moneda. Las encuestas de la época dirían que se prefería lo primero a lo segundo. En ambos casos, el fuego era vital, ya sea para hervir la ropa o bien para calentar la plancha. La batea inmensa servía también para bañar al perro. Y en carnaval se llenaba de agua para la chaya. Olía a jabón Bolívar. No toda la ropa se hervía. Las sábanas, hechas con sacos de harina con el logo de “Alianza para el Progreso” unidas con hilo blanco, hervían sobre la leña comprada en San Martín. Los cordeles atravesaban el patio. Los perros de la ropa eran de madera. ¿Porqué se llamaban así? En mi casa, el jueves se hacía hervir el inmenso tarro que alguna vez, fue de color blanco. Escobillar no era tarea amable. Otra ropa, necesitaba ser remojada, las de los mecánicos, por ejemplo. La lavaza servía para endurecer el piso de tierra.

A falta de espacio se colgaba en el techo. Una especie de exhibición de la intimidad. En otras, en el techo de la casa del presidente del club, las camisetas amarilla con negro, brillaban como nunca. El viento hacía flamear camisas, chalequinas y pantalones. Las sábanas recién planchadas te daban  cobijo y confianza. Tenían olor a madre, a protección, a “nunca te va a pasar nada”. Olor a planchado, aroma a Perlina y Radiolina. Las sábanas eran blancas, si o si. Y no tenían hilos ni marca, menos estampados.

Lavar no era tarea fácil. A veces se mandaba a lavar, pero nunca era lo mismo. De la noche a la mañana, aparece un señor, arrendando lavadoras. La vida cotidiana se revolucionó. Eran básicas no como las de ahora que son “inteligentes”. En la calle Vivar, años 60, un letrero: “Se arrienda lavadoras”.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 15 de noviembre de 2020, página 11.