Tres ciudades conviven en una. Son rostros de tres espacios urbanos que interactúan a veces en forma pacífica, otras veces no. Cada uno de ella, tiene su propia historia. Está el Iquique del llamado casco antiguo. El otro se alza en la zona sur y parece llegar hasta donde otrora funcionó la Ballenera. Y el tercero, es el Iquique allende el Cerro Esmeralda, es Alto Hospicio.
Entre los tres no hay muchos vasos comunicantes. El imponente y árido, pero también bello cerro Esmeralda es una barrera natural que corta la natural comunicación con la tierra hospiciana. Entre los otros dos, se alza una muralla invisible que simbólicamente la podemos ubicar en la Avenida Héroes de la Concepción con Tadeo Haencke. Los límites no son precisos. El Iquique del sur lo podemos también inaugurar a partir de la rotonda de Chipana. O bien, en términos comerciales en el mall Las Américas. Con ello quiero decir que los modos de vida no siempre respetan la geografía.
La existencia de estas ciudades en un sólo espacio geográfico no es un problema en sí. El problema radica cuando se carece de una política de integración que haga posible la sociabilidad común entre estas realidades. Uno de los modos que encontró el Iquique del siglo XX, sobre todo de aquel de principios de siglo fue la política. Pero, nuestros abuelos entendían la política como el espacio público donde se debatían los temas de relevancia social. El club deportivo, los bailes religiosos, centros culturales, entre otros, eran por excelencia los lugares del debate vecinal. El carnaval, era por decirlo de algún modo la ritualización de la política. En esta actividad el pobre, se homologaba al menos temporalmente, con el rico. El fútbol, por excelencia, representaba la mejor manera de enfrentarse simbólicamente entre equipos de distintas clases sociales. Un match entre Sportiva Italiana y Yungay, era una forma de superar contradicciones insalvables entre gente de distintas extracciones sociales.
Hoy la ciudad parece estar fragmentada. La gente que antes dormía la siesta con puertas y ventanas abiertas, las cierra bajo siete llaves, so pena, de ser desvalijado. La vida social y pública se ha privatizado en el sentido que bajo la forma del condominio, el conventillo de los ricos, se alza una muralla que separa lo público de lo privado. Son verdaderas ciudades virtuales, en la que ver a un perro vago por sus aseadas calles, es una excentricidad.
En el ayer no tan lejano decíamos que todos nos conocíamos. Hoy es imposible. El vecino se nos ha convertido en un extraño que muda de casa con excesiva rapidez. Los vecinos de antes eran para toda la vida. Mi vecina doña Zulema, por ejemplo vivió por más de ochenta años en la misma casa.
Todo lo anterior para advertir que necesitamos un proyecto de ciudad que evite las fragmentaciones como las ya anotadas. Esa es tarea de la política, pero de esa que se escribe con mayúsculas.
Publicado en La Estrella de Iquique, en enero del 2002