(Del prólogo del libro “Victoria” de Félix Reales Vilca)

Constituye para mi, iquiqueño de nacimiento y  por ideología, un privilegio poder presentar, en este hermoso teatro, testigo de tanta bonanza y de tanta tragedia, un libro que habla sobre los victorianos.
Parecidos a los judíos del Antiguo Testamento, de la tribu de Judá, en eso de no tener territorio propio, los victorianos, se las han ingeniado para hacer de cada pedazo de tierra chilena, un pedazo de tierra con nombre y olor a Victoria.
Los victorianos, al igual que los yugoeslavos o los chinos,  de principios de siglo, se las han arreglado para meterse en el alma de Iquique, y de paso, seguir conservando ese aire típico que uno nota cuando habla con un victoriano.
Y es que el victoriano tiene un ser especial. Tiene, para empezar un rostro duro curtido por tanto sol y por tanta camanchaca.
Tiene, además,  una indoblegable vocación por la justicia. Pero también goza de una buena memoria que es menester acotar.
La obra de Félix Reales, es una gran ayuda de memoria, para evitar caer en esa enfermedad nacional que se llama la amnesia.
Las huellas y los olores  de Victoria trasuntan en cada página de este libro abierto que el cazador-recolector de información que se llama Félix Reales, ha escrito en estas páginas, que transmiten dolor, rabia, humor y una que otra nostalgia.
“Paraíso ayer. Calvario hoy. Su Calendario ha marcado fechas precisas en su esplendor, como en sus decaimientos. El viento ha llevado lejos la carcajada del feliz y el gemido del que ha soportado penurias” (Rojas 1936: 5). Con esta certera y sentida frase, Augusto Rojas Núñez, inicia sus Crónicas Pampinas, editada en 1936, por la Imprenta El Cóndor, en Iquique. He querido traer a colación a este escritor iquiqueño olvidado, porque su pluma engarza notablemente, en una solución de continuidad, el pasado con el texto que el lector tiene en sus manos.
Al terminar de leer Victoria del nuestro Félix Reales Vilca, victoriano confeso, por ideología y nacimiento, tuve la sensación de que lo allí narrado, era ya materia conocida.

Lo anterior, es cierto desde un punto de vista, y falso desde otro.  Lo narrado por Reales, parece ya una historia conocida, sobre todo, si advertimos que el norte grande, parece oscilar entre el auge y el ocaso, entre la esperanza y la desazón.

De sostén de la economía nacional a paria de la misma, Victoria, tuvo que aceptar la derrota de cerrar sus puertas un  31 de octubre de 1979. Como único elemento de su existencia, a parte de sus hombres y mujeres que la recuerdan a diario, el Stand El Rotito, símbolo de la chilenidad y de la pobreza, aún se niega a comprar boletos para el pasado. Falso, porque los personajes que habitaron Victoria, tienen una singularidad propia, que los hace originales con respecto a otro. Esto dicho en el sentido, que lo allí ocurrido, en la vida cotidiana, tiene nombre y apellidos, y un pasado común. La figura, por ejemplo, del oblato Roberto Quirión, inscrito en el Libro de los Campeones, por su aporte al logro del campeonato de béisbol en Antofagasta, allá en el año 1956, no tiene paralelo en otros lugares.
En el Liceo de Hombres de Iquique, la presencia pampina, sobre todo victoriana y alianzina, era un dato frecuente. Presentes de lunes a viernes, los pampinos desaparecían misteriosamente el fin de semana. El misterio dejaba de ser tal, cuando se descubría que eran de las tierras del salitre. Viviendo en pensiones o en casas de familiares, los victorianos se las arreglaban para mantener el nexo con su pueblo, y de paso crear la lealtad con Iquique.
Mi primer viaje a Victoria, resultó de una invitación de Pedro Aguilera Sanquea, mi amigo y compadre, en cuyo hogar pude conocer la hospitalidad victoriana. Tiempo después, ya como Presidente del Centro Alumnos del Liceo, visitamos el Liceo de Victoria, él que dependía de Iquique.

En ambos viajes, pude, y esta es una constatación que dan los años, observar, como en un ambiente agreste, es posible vivir, siempre y cuando haya una noción clara de futuro y de solidaridad. Victoria, con su plaza Viña del Mar, creó la ironía de la ciudad jardín, en un pueblo que nunca conoció el mar, y en que la vegetación era inversamente proporcional al cariño de su gente.

 

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