Luisito escapa a la media de los jugadores de fútbol de hoy. No tiene tatuajes visibles y su caballera carece aditivos colorantes. No luce aros ni nada que se parezca. Ni siquiera el pelo largo como para usar un cintillo al modo de Forlán o Abreu.

No necesita nada de eso.

Lo suyo es el trabajo serio, sistemático. A veces su risa es burlona, en otras, la mayoría de las veces, es alegre y amplia. Esa que luce cada vez que hace un gol.

Luisito, se parece a los jugadores de los equipos uruguayos de los años 50. Serios (¡claro vestir la celeste tiene una densidad histórica potente!), como si fueran a un combate.

Luisito vivió en Amsterdam y allá habrá aprendido eso del trabajo en conjunto y de que el tiempo es oro. Algo debe quedar en esa hermosas ciudad de la ética protestante. Pero, siempre las responsabilidades son individuales. Y él las asume. Su labor de goleador lo lleva a recostarse por cualquier esquina, y aún desde el medio de la cancha. Allí, Mascherano, supo de la inteligencia de este gurisito, que le hizo picar el anzuelo. Pablo Contreras, Bravo, el golero y Waldo Ponce, el 11 del 11 del 11, supieron de sus cuatro goles.

De la miseria de su natal Salto, en Uruguay, ahora transita por la calles que los Beatles sabían de memoria. En su Centenario querido, nos clavó cuatro estocadas certeras. El combinado nacional aún no se reponía del bautizo del hijo de Valdivia.

Suárez, el pistolero, nos recordó que Forlán es uno más. Y que para ganar se necesitan once uruguayos juramentados, inspirado en el maracanazo, ese que un 16 de julio, justo en el día de la virgen de La Tirana, dejaron al mundo con la boca abierta. “No es la mano de Dios, es la mano de Suárez”. Pero esta noche del 11 del 11 de este año que termina en 11, el pistolero, el gurisito, nos recordó que las indisciplinas fuera de la cancha se expresan en el césped.

En Londres, en las Olimpiadas pretende depredar las redes rivales.

¡Salud Luisito!

Inédito.