Las calles de las ciudades, sobre todo las del centro, no se podían entender sin la presencia del lustrabotas. Muchos de ellos jóvenes que con ese oficio ayudaban a “parar la olla” en sus hogares. Tiempo robado a la escuela, al ocio para el desempeño de ese trabajo. El Mercado Municipal, ​aglutinaba a muchos de ellos. Era un oficio de hombres. Ahí se instalaba un campeón de Chile, boxeador, derrotado por los años,  a prestar sus servicios. Sentado solo, sin su second.

Muchos de ellos, lustrín en mano, se desplazaban a través de fuente soda embelleciendo calzados. Tiempo en que habían sólo dos colores, el negro y el café. Después aparecieron otros colores. La desgracia comenzó con los zapatos de gamuza y antes con los de plásticos. En verano bajaba la demanda por la lustrada. La bonanza cuando aparecen las botas tipo vaqueros, con los westerns italianos. Escobilla y telas para sacar brillo. Destreza para no manchar los calcetines. La clave era usar el mínimo de betún y obtener el máximo de brillo.

El lustrín era una especie de caja mágica. Cual mago, el lustrabotas, sacaba el betún, la escobilla y la esparcía sobre el cuero del zapato, a veces silbando una pegajosa melodía, mejor si era “El bueno, el malo y el feo”.

El lustrabotas expelía un aroma de betún innegable y sus manos y uñas tenían los colores de los zapatos de los clientes. En la película “La pérgola de las flores” aparecen, en escena. Cantinflas ya lo había universalizado.

En casa también teníamos lustrines. En trabajos manuales era clásicos confeccionarlos. Luego aparecieron los de plásticos y otros con las marcas de los betunes. La maldición era dejar mal cerrada la cajita, ya que el betún se endurecía. Domingo por la noche había que lustrar los zapatos para la escuela al día siguiente. Pobres, pero con zapatos lustrados, era la máxima. Nada mejor, eso si, que lustrar los zapatos de fútbol, de color negro y con puentes. Olor a betún, olor a ciudad lustrada.

–Publicado en La Estrella de Iquique, el 2 de mayo de 2021, página 11.