Era el nombre que se le daba a esa actividad que consistía en vagar toda la tarde por ese Iquique que no era ni ancho ni ajeno. Después de la escuela, la tarde abría de par en par sus puertas. El mundo parecía esperarnos a la vuelta de la esquina. La pelota de trapo, la entrada a la matineé, la pesca en el Colorado, jugar en el Cementerio, salir a tocar timbres de las casas de Baquedano, constituían entre muchas otras actividades, el repertorio de situaciones que se nos ofrecía a una infancia que se crió sin el dominio de la televisión. ¿Éramos más sanos? No estoy tan seguro de ello. Quizás más ingenuos, que no es lo mismo.

Iquique era entonces el patio de todas las casas; las plazas, jardines de todas las casas; las canchas, campos de batallas de todos. La vida transcurría con pocos sobresaltos. Uno que otro incendio, uno que otro asalto, una que otra arrancada de toros. Muchos exabruptos del centralismo santiaguino. La constante eran los comités de defensa, contra las alzas, etc. Si hay palabras claves en nuestro modo de ser, éstas son; crisis, fatalismo, rabia y campeones. Como siempre el orden de estas palabras es arbitrario.

Iquique era de todos, pero en rigor, el barrio era lo más nuestro. Desde él desplegábamos nuestras identidades. La identidad local expresada en el “somos del Matadero” por ejemplo, reflejaba una micro-identidad que luego se envolvía en la mayor: “somos iquiqueños”. Pero esta última sólo se esgrimía cuando salíamos de la ciudad -vía los Zigzag, o en el ya mítico Longino-. En el exilio voluntario y en el forzado, años después, nos dábamos cuenta que pertenecíamos a esa tribu que se llama Ike-Ike.

La tarde terminaba no porque el sol se echaba a dormir sobre el océano ni cosas por el estilo. Concluía cuando desde las casas se escuchaba el llamado para tomar té. “Hasta qué hora jugamos” nos preguntábamos. “Hasta que nos llamen a tomar té”, contestaba el más sabio. O bien lejos de casa, en el Iquitados o en el Cementerio Nº 2 el hambre nos devolvía a casa.

Mataperrear era nuestro safari sobre las sabanas iquiqueñas. Mataperrear era salir a descubrir el mudo que se escondía en las viejas tumbas del cementerio. Mataperrear era caminar por esas playas limpias que algunas tuvo el Colorado. Mataperrear era bajar al centro a maravillarse por la placa brillante del Dr. Sierralta en calle Zegers, en la que relucía la profesión de médico. Mataperrear era esperar que doña Luzmira nos guiñara el ojo para ingresar a la platea del Coliseo, para ver por enésima vez a Randoloph Scott.   Mataperrear era ver al Dr. Torres, en la farmacia Cóndor, como viejo alquimista trabajado afanosamente para controlar la indigestión de un viejo iquiqueño. Mataperrear era ir al cerro a buscar brillantina. Mataperrear era pescar, con hilo negro y miga de pan, baratas en la alcantarilla en plena calle. Mataperrear era colgarse de los coches Victorias, mientras el látigo del cochero trataba de expulsarnos.

Hoy mataperreamos en los dos grandes barrios de Iquique: en el mall zofri y en Las Américas. Mataperreamos frente al Kiosko de Manuel González, en busca de algún nativo sólo para decirle “Avísale”.