“Mi gran matrimonio griego”, es más que una buena película. Es una crónica y un documental sobre la identidad y la revalorización de la vida en comunidad. Es también un retrato sobre el desarraigo y de los modos que tiene la gente, para seguir construyendo la gran familia, aún en tierras extrañas. Es una apología a la identidad y una reacción al exilio voluntario o forzado.  A lo mejor, y por lo mismo, la hace un buen película.

 

La identidad griega y,  como tal no exenta de chauvinismo, lleva al patriarca de la familia a afirmar que en el mundo hay dos tipos de personas, los griegos y los que no son griegos.  Tamaña concepción del mundo, bipolar por cierto, entraña una forma particular  de ver el mundo. Afirmar que todas las palabras tienen un origen griego, nos acerca a un tipo de fundamentalismo, que a nadie, por cierto, le hace daño. Sin embargo, creer que todas las enfermedades se curan con un poco de limpia vidrios, nos anuncia un mestizaje que une la más tradicional de la medicina, con la química moderna. Es que nadie es absolutamente tradicional ni enteramente moderno.

Imposible ver este film sin hacer las respectivas traducciones a nuestra cultura.  Al cerrar los ojos, se podía soñar que la película era un fresco de nuestra cultura iquiqueña.  Esas familias extendidas, con una red de parentela que desconoce las fronteras entre lo  privado y lo público, que hereda el oficio del padre, cuyos hijos o hijas que se casan con el hijo o hija del vecino, que se ponen felices con la felicidad de la hermana, pero que serían capaces de matar si el prometido le hace daño, compartir la cena de Año Nuevo con el amigo del amigo del hermano, constituyen una especie de estirpe barrial, en que los apellidos se cruzan y los nombre de pila se repiten (en mi familia hay cuatro Vinko). Y en la que siempre hay un apellido que conecta a un desconocido con  un amigo por conocer.

La sociabilidad griega expresada en la película, recoge y universaliza muchos de nuestros códigos y referencias. Es también, la voluntad de querer conocer otra cultura, por el simple sentimiento del amor. En este sentido, la película puede verse como una invitación para que los otros, nos conozcan como somos. El protagonista se hace griego, siguiendo dos ritualidades fundamentales, el bautizo y el matrimonio, independientes de las otras,  como el acto  del conocerse  las familias griegas y norteamericanas.

En tiempos de revalidación de las diferencias, de constatación que el mundo es ancho, pero no siempre ajeno, y en que las identidades culturales son vitales para entender mejor la globalización, esta película es un acertado gesto hacia la comprensión del otro.

Los griegos transmiten una calidez que muchas de nuestras familias poseen. Baste ver a los emigrantes  croatas, españoles o italianos en Iquique, y verán que la película pudo haberse llamado “Mi gran matrimonio iquiqueño”.

 

Publicado en La Estrella de Iquique, el  5 de enero de  2003