Nadie se sorprenda si ya no ven una antigua bicicleta color celeste sorteando autos por la calle Tarapacá y encima de ella un señor flaco, de gorro con viseras y rostro oriental. Ese señor, don Enrique Lozán Escobar nos abandonó una madrugada de febrero. Le puso frenos a ese vehículo, se bajó y se puso a esperar a la puntual, a la inevitable muerte.
Ese señor que desde niño se ganó al vida en el Matadero y luego en los Ferrocarriles del Estado, gasfiter en los últimos años de su vida, pescador del espigón, maestro en poner sobrenombres, escéptico de todo, creyente de nada, dijo basta y se nos fue.
Se compró una casa en la Plaza Arica y desde allí empezó a ver como el barrio cambiaba. No sólo vio como las calles cambiaban de gentes, sino que también vio como sus hijos pródigos se iban para no volver nunca más. Es el caso de Oscar Ahumada y después del Tony y de tantos otros como doña Lydia Soza, don Manuel Galloso, Estrella Gaete, Froilán Guzmán, doña Blanca Barría y don Luis Barría.
Vio como la palmera de enfrente de su casa crecía mientras que la gente se moría. Otros se alejaron de ese sector, y muy de tarde en tarde llegan a ver si encuentran algo que los conecte a esos años en que vivir en el barrio era un orgullo.
Fue si no me equivoco el último ciclista de ese Iquique que ya no existe. De esos que sacaban patente, poseía padrón, que tenían dínamo y usaban “perros de ropa” para evitar que la grasa le ensuciara los botapies y los calcetines. De esos que para doblar anunciaban la maniobra con el brazo estirado, y no que no tenían empacho para pasar con luz roja. Después de todo, el semáforo llegó después que él.
A nadie llamaba por su nombre. Preferían el apodo nacido de su ingenio. A dos hermanos mellizos del barrio, tranquilos como paltó colgado los bautizó al mayor como “Manso” y al menor, el más tranquilo como “El más manso”. Del Matadero sacaba esos nombres. Alguna vaca se lo habría soplado.
En su casa de San Martín 1110, los inventos eran el pan de cada día. Baño a vapor activado por una caldera; una máquina de hacer churros, otra para hacer barquillos y un sin fin de cañerías y conexiones que no caben en ningún plano.
Se murió con una calma que dan los años duros que le tocó vivir. Nada le fue fácil. A los humildes nada le es fácil. Tuve la suerte de ser su sobrino. Guardo con cariño el apodo con el que me bautizó.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 13 de febrero de 2002