“La muerte, ese otro mar, que nos libra del sol, y de la luna, y del amor”, escribió Borges en su poema “Mil novecientos sesenta y cuatro”; una mirada a la muerte como acto de liberación, no sólo de los astros, sino que también del amor. Ese verso, a lo mejor, acompañó a mi tío Jaime que nos dejó la semana pasada.

En mi tío Jaime se puede simbolizar, a los cientos de hombres que trabajaron toda su vida en el Ferrocarril del Estado. Esta institución del Estado articuló buena parte de la vida social, económica, cultural, política, deportiva y económica de esta ciudad. O se era “pat’e fierro” o se era “chute” o bien funcionario del Correo. Pienso en los años cincuenta, los duros años aún de la crisis. Tiempo de los Centros para el Progreso, época de oro de la “tierra de campeones”. Tiempos de Carlos “El loco” Rendich.

Tiempo, además, de la domesticación del hoy llamado barrio Norte Hospital. Al lado norte del desaparecido barrio El Lazareto, se empezó a colonizar esos tierrales. Allí Jaime Pol Munizaga con su esposa Atlántida, empezaron a aportar con vida esas planicies. Con el agua de la batea donde se lavaban los overoles,  mojaban la tierra, que no se porque misterio, se endurecía. Había que ganarle a la roca dura para introducir las cañerías. Había que pelear contra el Municipio para que agua llegara, aunque sea en camiones.

Mi tío Jaime fue chófer en el Ferrocarril. Su tarjeta de presentación, con el lenguaje de la oralidad se expresaba del siguiente modo: “Jaime Pol Munizaga, el mejor chofer de a zona. Y no hay más”. Dueño de miles historias que contaba con la misma gracia de siempre, aunque la supiéramos de memoria. Juagaba con la realidad como si fuese una Mago. A sus nietos le cambiaba los nombres y  apellidos. De Pol pasaban a Alcayaga.

En el vecindario, le cortaba el pelo a todo el barrio “Norte Hospital”. Su máquina se paseó por la cabeza de los rudos hombres y de los inocentes niños. Todos los cortes eran iguales. Se adelantó a los operativos cívicos militares de esos tristes años. Ya jubilado de los ferrocarriles y con terno café, en su amplia y casa de Séptimo Oriente, seguía brindado ayuda a la comunidad. Era quien le prestaba el bombín a la chiquillada. Pelotas y bicicletas hacían filas para recibir el aire que le diera movimiento. Pero, no prestaba ese artefacto. El mismo inflaba llantas y balones. Por eso que no extrañó que un hombre joven lo visitara el día de su velorio. Era la manera que tenía para agradecerle ese servicio.

El cementerio Nº3 cada vez se llena de más gente. No estará tan solo, más abajo, habita su suegro, el Negro Jiménez, y más abajo, su concuñado Bernardo. Se fue con su jockey, y a lo mejor un poco enojado, quería irse antes que el criminal.