Casi nada sabemos del comportamiento cotidiano de los mineros del salitre. A muchos se les atribuye que eran extrovertidos, buenos para el canto y para el baile. De comienzos del siglo XX, llegados a este “desierto cabrón” como escribió nuestro Rivera Letelier eran introvertidos y nostálgicos. Más de alguno se enfermó de pensión. Los más radicales se amarraron un cartucho de dinamita e iluminaron esa noche estrellada. Me los imagino alegres en el ferrocarril en el intercity cuando jugaban fútbol contra otra oficina. El estado de ánimo era otro al regresar según el resultado. Sucedía lo mismo cada 16 de julio o 10 de agosto. Comienza el siglo XX, siglo de cambalaches.
Hoy el salitre sólo existe en los recuerdos, casi todos buenos. Otra minería penetra nuestra geografía. Otros hombres se encaraman por sobre los 3.000 metros sobre el nivel del mar. Viajan y viajan mucho. Se les ve en ciertas esquinas en grupo esperando el bus que devora la geografía. Ya no son enganchados. Iquique es una estación intermedia. Están de paso y su presencia se hace sentir.
El tren era para los pampinos el medio exclusivo. Para los de hoy es el avión. Y en la espera se hacen sentir. Andan en grupo de cinco o seis. Hablan fuerte y ríen a volumen más alto del promedio. Bromean entre sí. Comen chatarra como si el mundo se fuera a acabar. Sus bolsos de mano o mochila exceden lo permitido. Se adueñan del porta maleta que está encima de los asientos. A veces son como niños, a veces.
Visten a la moda. Son jóvenes y se les nota, a algunos una incipiente barriga y calvicie. Su teléfono es como el chuzo de los pampinos: no lo sueltan nunca. Se apropian de la movida noche iquiqueña.
Lo que escribo puede ser una exageración producto de cierta neurosis. Pero que hablan y ríen fuerte es parte del ciertos comportamientos grupales. Los mineros, esforzados como los de ayer, y a diferencia de los antiguos, carecen de utopía.
Publicado en La Estrella de Iquique el 20 de noviembre de 2022, página 11.