flavio
Se piensa que la muerte les toca a los otros. Hasta que… Y de ahí las interrogantes, las rebeldías y las culpas. Las preguntas que no siempre tienen respuestas. La muerte se espera con dignidad. La muerte no puede estar divorciada de esta dimensión. En Auschwitz, por ejemplo, la muerte careció de ella. Al decir de Agameben los judíos murieron, pero no como judíos. De allí la rebelión frente a Dios. En ese campo no se mataba, se producían cadáveres. El fascismo no fue cosa de locos, fue una estrategia muy bien pensada y ejecutada. La idea era tratar de hacer de lo imposible en algo posible. Una utopía trágica.

Morir dignamente es la tarea. Elías, el sociólogo alemán habla de la soledad de los moribundos, aquellos que están alejados de su familia, entubados y controlados por máquinas. De allí que morir en casa sea más digno. Morir al lado de los tuyos. Con el olor de la cazuela, el ladrido del perro, el cuchicheo de los familiares, las canciones de toda la vida que te evocan otras tardes.

El cadáver aun debe sostener esa dignidad arrebatada por la muerte. De allí los cuidados, de allí los ritos funerarios. La imagen del cadáver es la certeza de la muerte. Por lo mismo el velorio es la institución que certifica el fin de la existencia, la última estación en que podemos ver y despedirnos de quien gozara de la vida. Muertos que gozan de buena salud porque “alumbran los caminos”, al decir de Silvio.

La muerte en Tarapacá tiene sus sonidos: la de las flores de latas que el viento mece, la de los juguetes en los nichos de infantes, la de los instrumentos de bronces con que despedimos a Ramsés Aguirre. El funeral es el rito definitivo. La entrada al nicho, los discursos (Jarita de la plaza Arica, insuperable), las coronas que pasan de mano en mano. El panteonero que espera silenciosamente (el viejo Mancilla) y el cajón con los restos de Margarita Gargano que nos dejó un hermoso vals de protesta en honor a su barrio, el Colorado.

Publicado en la Estrella de Iquique, el 13 de noviembre de 2016, página 15