La presencia de la muerte en el Norte Grande es casi ya un hecho habitual, Pestes, terremotos y maremotos, incendios, guerras, entre otras calamidades forman parte de nuestra vida cotidiana. Estos años el Covid 19 nos ha recordado la fragilidad de la vida. Las 17 mujeres venezolanas muertas en Colchane nos hacen pensar en la torpeza de las fronteras, en la ausencia de humanitarismo y en la presencia de un egoísmo que pensábamos superado.
La muerte habita en los cementerios, pero a veces, carece de cuerpos que lo representen. Los pescadores que el mar no devolvió, los que el desierto se tragó para siempre y ese horrendo invento de las dictaduras en América Latina que llama detenidos desparecidos, señalan una doble ausencia. No hay donde dejarles flores.
El Covid 19, nos prohibió el funeral, ese con banda de bronces, que se apoderaba del espacio público y lo llenaba de sonidos con aires de despedida. Sólo queda el recuerdo del Cementerio 2, de su ánima de la patita y de la gran fosa de los caídos el 21 de diciembre de 1907. Del 1 con los hermosos mausoleos venidos a menos y del 3, con la tumba del Tani, el memorial de las Niñas de Alto Hospicio y “El Nunca Mas” del año 1973. Y de tantos otros muertos, como Rubén Godoy Morales, Jorge Iturra, Electra Jiménez, Manuel Silva y tantos más.
Las animitas nos recuerdan al que ya no está. Por la ciudad o camino a las salitreras. Ya no sabemos de que murieron, menos sus nombres. No es el caso del finao San Martín o de la Quenita. Los nuevos tiempos nos trajeron cementerios de perros en el lado sur de la ciudad. Y la globalización periférica la fiesta de Halloween con su ritual de dulces y disfraces intentando provocar el horror.
La muerte es cosa seria, sin embargo. El abrazo, el pésame, el murmullo, las llaves que abren corazones.
Publicado en La Estrella de Iquique el 31 de octubre de 2021, página 11