El mundial de fútbol es una extraordinaria ocasión para ver como se reactualizan los rituales nacionales. Se sabe que la épica y el himno nacional son mecanismos que tienen los países para hablar, y hablar bien, de si mismos. El recordar una batalla sirve para rendir tributos a nuestros antepasados y el entonar nuestra canción opera como un espejo en donde nos alabamos.

En un mundo globalizado donde se nos habla de la crisis de la idea del estado nación, el mundial aparece como un escenario en donde las naciones parecieran tener larga vida. La selección nacional, activada cada cuatro años, nos señala la pertenencia y la identidad hacia una historia común. Esta vez, actualizada sobre el bien cuidado césped alemán. Independiente del gesto, la mano en el corazón o bien cruzadas las manos por la espalda, el entonar las glorias de cada país produce un silencio parecido a la solemnidad.

Las naciones europeas, por otro lado, sobre todo la francesa y la holandesa y en menor medida la inglesa, reflejan en sus alienaciones la situación poscolonial en la que viven. El líder nacionalista Le Pen parecía no alegrarse mucho con el triunfo de su selección el año 1998. Su racismo le impedía entender que esa selección cuna del pensamiento ilustrado y racional (un artefacto de los blancos), estuviera compuesto por hijos o nietos de sus ex colonias. Zidane, Henry por sólo nombrar dos, tenían la piel no precisamente blanca. Holanda con Gullit, Rijkart y Davis  se daban por enterados de que tenían que hacerse cargo del futuro de sus colonias como Surinam o Las Antillas. No en vano el paisaje del mundo actual se caracteriza por el aporte de las migraciones y por la diáspora.

Pero seguimos viviendo en un mundo globalizado. El fútbol parece ser una de las actividades más pintada con ese color. El mercado deportivo tiene un dinamismo mucho más grande que otras áreas de la economía. No en vano en la selección de Costa de Marfil, los once titulares juegan en Europa. Lo mismo sucede con la Argentina con excepción de su arquero.

Pero esta globalización no oculta las identidades locales o nacionales, que se expresan en las gradas. Hinchas de Togo vestidos a la usanza de sus antepasados pidiéndole a sus dioses puntería y  fuerza en el remate de sus delanteros. O de hinchas ingleses disfrazados de cruzados como queriendo decir que portan el verdadero fútbol. O esa alegría carnavalesca del “jogo bonito” de los brasileños. Los argentinos, por su parte, como si estuvieran en La Bombonera despliegan su bandera con la imagen de sus iconos universales: El Che y el Diez. Y como si esto fuero poco, éste en el palco animando a su selección. Es tal vez una identidad teatralizada, pero ahí está. ¿Si nuestro país hubiese estado en la cancha que símbolo nos hubiera representado?