Mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla. Son las calles de mi barrio engalanadas con la presencia de personajes épicos, arrancando de páginas de revista no de «Vidas Ejemplares», pero si de gladiadores. Uno de ellos ha muerto esta tarde. A falta de su nombre completo gran parte de Iquique lo conocía como el Negro Culo. Inmenso, lo recuerdo con un cuarto de toro en la espalda rumbo a una carnicería. Torso desnudo y la mirada perdida en quien sabe qué. Nuestra vidas transcurrían en paralelo. Pero siempre o casi siempre nos terciábamos en la calle Tarapacá con Vivar, en ese lugar donde vez alguna estuvo la Recoba y luego la IMI. Nos saludábamos y un par de monedas, se deslizaban por nuestra manos. Las de él ásperas y firmes, las mías frágiles y temblorosas. Bastaba ese ritual para recordarnos que habitamos y compartimos espacios en común. Para el carnaval de los matarifes, se vengaba de todos y asumía la personalidad de otros. Su muerte me develó su nombre y apellidos. Pongamos que hablo de Amador González Yáñez.
Octubre de 2018, inédito