bermudez

1904-1983

Nació en Iquique. Ha compartido su vida entre las altas fuentes culturales de Santiago y sus prolongados años de residencia nortina por raíz familiar. toda su juventud trabajó en la zona salitrera, donde conoció y recorrió más de 14 oficinas. Por tanto, su conocimiento de la vida regional es directo y madura.

Su afán literario lo condujo, primero, a la novela, en cuyo género realizó sus Memorias de Joaquín Montana, colección de seis novelas cíclicas sobre el mismo personaje; María Ester Paredes, novela de sentido social; el Pinto, el Jugadora y el Mago, novela del ambiente de Valparaíso en la época de 1930; y una trilogía cuyo título general es Estudio en Gris. Sobre la vida regional nortina escribió una novela titulada El Imperio Salitrero; después , La Pampa Bárbara y, cronológicamente, una sucesión de cuentos de ambiente pampino. Y, finalmente, La Pampa Desnuda, que es la culminación del proceso salitrero hasta la crisis de 1930.

Además de la novela, ha orientado su actividad hacia el género histórico, en el cual publicó su Historia del Salitre, obra que junto con un ensayo sobre política, son las únicas editadas.

Toda su actividad literaria, histórica , narrativa, de ensayo, de investigación, etc., está orientada hacia la tierra nortina, a la cual lo une su más profundo afán.

La Oficina de Para

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Pocos empleados, entre los que se dieron carrera en las salitreras, habían contado con mejores condiciones y ventajas que Bernardo Larrea. Su padre , don Carlos Larrea, le dió un sólida preparación mercantil, de la que se carecía generalmente en la pampa, y siendo un prestigioso Administrador de Oficinas, vinculado a una de las más antiguas Compañías Salitreras de Tarapacá, habíale allanado a Bernardo el camino para su carrera en la Pampa.

Don Roberto Larrea, su tío, disfrutaba aun de mayor prestigio. Desde largos años estaba al frente de la Oficina Liverpool, de la Compañía Salitrera Inglesa Liverpool-Stone. Se consideraba a don Roberto el más hábil Administrador de la Pampa. La Oficina Liverpool estaba funcionando desde los años de la Guerra del Pacífico, salvo las paralizaciones producidas por las crisis salitreras. La máquina había sido reformada y, a comienzos de siglo, ampliada en su poder de producción; pero, contando con los terrenos cansados después de la larga explotación, hasta rendir un mínimo porcentaje aprovechable en nitratos, había podido mantenerse en los últimos diez años gracias a la pericia de don Roberto Larrea.

En la Pampa de Tarapacá los nombres de Roberto y Carlos Larrea simbolizaban buena administración , eficiencia técnica y probidad. Un iniciado en la vida pampina no había podido contar con mejores auspicios que bernardo. Cuando en el comedor del rancho se hablaba de la familia de don Roberto, singularmente de las hijas- una de las cuales estaba casada con un ingeniero inglés de la Liverpool-, los empleados tenían presente que se trataba precisamente de los familiares de Bernardo.

Bernardo Larrea era un empleado correcto, eficiente en su trabajo y de conducta irreprochable. Tal vez, para el gusto de sus compañeros, demasiado serio, exageradamente caballeroso y excesivamente reservado. Considerando su competencia, sus condiciones personales y la influencia de su familia, se suponía que rápidamente alcanzaría el puesto de Administrador; con los años llegaría a reemplazar a don Roberto en el gobierno de la Liverpool y quien sabe si a contraer matrimonio con la hija de uno de los magnates de la Compañía… Cuando Bernardo, muy joven, salió de la Oficina que administraba su padre y en la que inició en el aprendizaje de los trabajos, estuvo apenas algunos meses en Aguas Negras desempeñándose como fichero, y luego poco más de un año en la Oficina nueva Exploradora en el puesto del pasatiempo. Se le envió nuevamente a Aguas Negras y más tarde pasó a Liverpool, la oficina central de la Compañía, ocupando en ella sucesivamente los puestos de segundo jefe y jefe de bodega. La Compañía lo moviliza de una salitrera a otra con el propósito de adiestrarlo en los diferentes aspectos del trabajo.

En la oficina de Liverpool don Roberto Larrea lo adentró en los secretos de la elaboración y de la técnica de la producción del salitre . Aquí se conquistó don Bernardo la estimación del Gerente Mr. Bronson y la simpatía e interés de una de sus hijas , Mabel. educado en el Iquique English College, su dominio del inglés facilitaba esas relaciones.

Pero el idilio con Mabel, que hubo de llevarse con exquisito cuidado, fue interrumpido al ser trasladado Bernardo Larrea a la pequeña Nueva Exploradora con el cargo de contador. según el rumor que circuló en ese tiempo en el personal de la Liverpool, Mr. Bronson había buscado, con ese traslado, separar a Mabel de Bernardo. Con toda su competencia y buen crédito, éste tenía la desventaja de no llevar en sus venas una gota de sangre inglesa. La distancia que se estableció entre ambos -Nueva exploradora- estaba situada en el lado de Pozo Almonte- hirió los planes sentimentales de los jóvenes.

El cargo de contador en una oficina vieja y chica no era en realidad muy importante y se podía esperar que pronto se le presentaría a Bernardo una mejor situación. Los jefes de la Compañía, especialmente Mr. Bronson, estaban informados de su laboriosidad y corrección y les hubiera agradado darle mejores oportunidades, complaciendo con ello, a la vez, a los dos viejos administradores. Con todo, vacilaron antes de entregarle un puesto de responsabilidad en una oficina más importante. La eficiencia y la irreprochable conducta de Bernardo Larrea parecían contrarrestadas por un factor de orden psicológico, y se hubiera dicho que los jefes descubrían algo misteriosamente negativo en su personalidad. Tal vez ninguno de ellos hubiera podido decir en qué consistía eso.

Cuando se le entregó la responsabilidad del escritorio de Aguas Negras con muy amplias atribuciones, incluso las de secundar al administrador, Bernardo Larrea las asumió tranquilamente como si el ascenso no tuviera para él mayor importancia. No había hecho nada por obtener el puesto. Lo desempeñó con su seriedad y competencia ya conocidas y nunca se supo que aspirase a algo mejor.

Dos años después la gerencia e la Compañía decidió que Larrea se trasladase a la pequeña y antigua salitrera Norma Eliana, paralizada hacía años y en la que sólo vivían un cuidante y un grupo de trabajadores.

La destinación del contador de Aguas Negras a una oficina de para y de la que se sabía que o estaba en condiciones de encender sus fuegos, sorprendió a sus compañeros.

Presumiendo don Carlos Larrea que el traslado le parecía a su hijo nada ventajoso y hasta deprimente, lo hizo llamar para tener con él una conversación. Bernardo se dirigió seguidamente a la oficina que administraba su padre.

Don Carlos estaba bien informado, por su hermano don Roberto, sobre los planes de la Compañía. -Ese cambio te será ventajoso- le dijo-, pues hay la perspectiva de la oficina Norma encienda sus fuegos. Inmediatamente que empiece a producir tú asumirás las funciones de Administrador.

-Todo el mundo sabe que esa salitrera no puede elaborar -le observó Bernardo. Su costo de producción sería muy elevado. Es una oficina vieja, con caliches de baja ley, y sus máquinas necesitarían reparaciones costosas.

-Está bien. pero la Compañía tiene interés en que de todos modos funcione. Se trata para la Compañía de obtener una nueva cuota de la Asociación de Productores. La oficina encenderá sus fuegos de aquí a medio año; se le hará elaborar por un corto espacio de tiempo, aunque no deje mayores utilidades, y después … la cuota de producción que le corresponda será hecha en otra oficina. Los Larrea estaban al tanto de los planes de Empresa. En efecto, al poco de haberse traslado Bernardo a la solitaria oficina Norma, la Gerencia dió orden de empezar los preparativos para dejarla en condiciones de funcionar. Cuando los trabajas estaban ya en marcha y antes de que las viejas chimeneas lanzaran el humo del carbón quemado en los viejos calderos, una comunicación de la Gerencia asignaba a Bernardo Larrea el cargo de Administrador.

Dos días después la Gerencia recibió la respuesta a esa nota, en la que el interesado manifestaba su no aceptación del puesto y su retiro de la Compañía. Sorprendido, don Roberto Larrea llamó por teléfono a su sobrino y a don Carlos y su esposa, todavía más alarmados, fueron a visitarlo.

Su hijo no dió ninguna explicación convincente sobre los móviles que le llevaban a retirarse de la Compañía- y de la Pampa Salitrera- justo cuando, no obstante su juventud y los pocos años de permanencia en la empresa, era nombrado Administrador.

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El año anterior, cuando Bernardo se despedía de sus compañeros de trabajo en Aguas Negras para irse a la oficina Norma, ellos le ofrecieron, como manifestación de simpatía, una comida que el administrador, don Carlos Tornero quiso que se realizara en la casa-administración. Comoquiera que Bernardo se iba a una vieja salitrera vieja y que estaba de para y a desempeñar funciones bien definidas, los manifestantes no tenían motivos para felicitarlo por ese cambio. Se concretaron a realzar las prendas personales del que se ausentaba y a expresar la esperanza de que Bernardo, interrumpiendo la vida solitaria que iba llevar en la Oficina Norma, volvería con frecuencia para ver a sus compañeros. Y más de uno de éstos dijo en tono de broma que, en atención a lo muy tranquilo que era, tal vez no se iba aburrir demasiado en aquella salitrera donde no habrían mujeres dignas de mirar ni un amigo para compartir un trago de cerveza.

Aparentemente por lo menos Bernardo Larrea no era mucho más tranquilo que sus demás compañeros. Siempre había llevado en todas sus formas la vida corriente de un empleado salitrero. No había tenido amores conocidos, excepto su romántico idilio con Mabel Bronson. Pero no era facial a los empleados de las salitreras tener amores en el verdadero sentido , principalmente por la escasez de mujeres de su misma condición social. En su reemplazo iban a divertirse en los pueblos vecinos, donde un amor momentáneo y sin complicaciones estaba siempre a su alcance. Bernardo lo había hecho también periódicamente, aunque desde que asumió el cargo de Contador necesariamente hubo de guardar, según la tradición pampina, mayor reserva. Jugaba regularmente el tenis y lo había hecho mejor si hubiera tenido entusiasmo. Bebía moderadamente y sólo cuando era invitado por sus amigos o por el Administrador. Si ocasionalmente él tomaba la iniciativa de llevar al pasatiempo o al bodeguero a la Pulpería la mañana del domingo , para convidarles una cerveza, esto también estaba establecido en las costumbres de la Pampa.

Sin embrago , la soledad de una Oficina salitrera paralizada es suficiente para enervar al hombre más tranquilo y se podía pensar que Larrea aguantaría la soledad y la inacción sólo en la espera de que la oficina iniciaría pronto actividades.

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Cuando Bernardo Larrea llegó a la Oficina Norma no vió un solo ser viviente en los contornos, excepto don Juan Vargas, el cuidante que había ido a recibirlo. Se impuso por éste que, aparte de él, trabajaban en la oficina un sereno, un mecánico que hacía de motorista para el alumbrado, un obrero que se ocupaba de diversos servicios, y el donkero, hombre que atendía la provisión de agua extraída del pique. Como algunos eran casados, la población alcanzaba alas veinte personas. Ocupaban una pequeña calle del campamento.

Separado de éste por los puentes de las bateas y u espacio desnudo que parecía ser la plaza, estaba la vieja casa-administración, el rancho de los empleados y los edificios despintados del escritorio, bodega y pulpería. Todo estaba cerrado. Acompañado de don Juan, el cuidante, que inmediatamente hizo entrega de las llaves, Larrea recorrió todas las habitaciones y dependencias del rancho, que olían a salitre y humedad, y la residencia que había sido antiguamente de los administradores. Aunque podía haberse instalado en la casa-administración, prefirió ocupar una de las habitaciones del rancho y recibir la comida que mandaría la mujer de don Juan.

Después de la comida cargó su pipa y salió a pasease por el corredor del rancho. En el cielo del desierto las estrellas resplandecían grandes y doradas, y el silencio era perfecto. A la mañana siguiente un sol radiante blanqueaba la salitrera como una invitación a la actividad y la vida , pero nada interrumpía el vasto y dominante silencio y nada se movía en en la quietud del ambiente.

Larrea aprovecho la mañana para conocer la Máquina Elaboradora en la compañía de don Juan.Este era una anciano de modales afables , bajo de estatura y de sólida apariencia. llevaba en Norma Eliana más de veinte años, sin moverse, y tenía muchas noticias de lo que había sido esta oficina en otros tiempos. Recorrieron la planta de los cachuchos, la rampa arriba de las acendradas y vieron, de bajada, los calderos de calefacción a carbón y la pequeña casa de fuerza.

De regreso, Larrea quiso conocer el campamento para saber la ubicación que daría al primer grupo de trabajadores, de cuya llegada estaba informado. Al pasar por la única callecita que estaba habitada, de buena edificación de madera, dos muchachas de 16 y 18 años salieron de sus casas para ver al recién llegado. La mayor de ellas ,vestida con un traje azul claro sin mangas, las piernas desnudas, el pelo suelto sobre los hombros, atrajo la mirada de Larrea. Ella la sostuvo fijamente, con los bonitos ojos muy abiertos mientras se hacía a un lado la madeja de pelo que le cubría la cara.

-Es la Isolina- le informó don Juan-, la hija del donkero. El sol dé mediodía que caía de plano remarcaba en volúmenes precisos la conformación física de la muchacha, mucho más desarrollada de lo que correspondía a sus años. Una atmósfera de sensualidad y de belleza animal irradiaba esa figura. Los hombres siguieron tranqueando sobre el cascajo en dirección al rancho.

Después del almuerzo Bernardo Larrea experimentó por primera vez la sensación de soledad y la molestia de no saber en que ocuparse. Se dirigió al escritorio y abrió la bóveda donde estaban despostados los libros de contabilidad, copias de correspondencia y archivadores con los cuadros mensuales de elaboración y costos. Esa documentación de trabajo empezaba en el año 1910 y por ella se impuso Larrea de algunas características esenciales de la Oficina Norma: las leyes de los caliches que cada tanto tiempo habían ido bajando en sus porcentajes en nitrato, la capacidad de producción de la máquina y los problemas que se habían presentado en el curso de la explotación, anotados en los informes de los administradores.

En los días siguientes, para matar el tiempo, continuó revisando esos papeles. Charlaba con don Juan Vargas y emprendía caminatas hasta el cerro del ripio. En dos ocasiones en que pasó frente al Campamento no vió a la muchacha vestida de azul. Las conversaciones con don Juan y algunos datos que recordaba de conversaciones con su padre le permitieron formarse una idea de la historia de Norma Eliana.

El yacimiento salitral de la oficina había sido subastado poco después de la revolución del 91, cuando el gobierno de Montt puso en remate numerosos lotes de terrenos fiscales. Pero el subastador no exploró los terrenos. La pequeña salitrera conocida entonces por otro hombre, había laborado antiguamente por un sistema llamado Paradas, que ya antes de finar el siglo resultaba improductivo. Por 1910 don Arturo Montaner compró los terrenos a un pecio ínfimo, levantó en ellos una máquina elaboradora de tipo Shank y rebautizó la salitrera con el nombre de su hija Norma. Poco después la vendió a la Compañía Salitrera Inglesa Liverpool. Pero en el lapso de la crisis industrial que sobrevino con la gran guerra europea, la pequeña salitrera encontró dificultades para seguir elaborando y en 1921 apago sus fuegos.

El humo de las chimeneas dejó de manchar el transparente cielo pampino. Los caldos salitrosos, dorados y rojizos, ya no circularon por sus canales hacia batea de fierro. La voz de la dinamita se apagó en las calicheras y en las conchas no volvió a blanquear el salitre. La Oficina Norma estaba de para.

A Bernardo Larrea le parecía una pequeña ciudad dormida, un pueblo fantasma pintado en la sábana del desierto con colores de acuarela.

Desde la puerta del escritorio miró la férrea estructura de la máquina , negra y silenciosa, las canchas de salitre vacías, la plazoleta desierta y una esquina del campamento deshabitado. Dos o tres árboles plantados frente a la Administración, devorados por le clima, movían al viento sus pelucas deshechas.

Cerró la puerta del escritorio y echó andar automáticamente, la cabeza gacha y agitando en la mano el llavero. Se le ocurrió entrar a la casa-administración. El día de su llegada sólo había estado allí un instante, y por lo visto no había observado nada. Ya dentro le sorprendió su confortable instalación. Don Arturo Montaner había planeado esa residencia par él y su familia como las mejores casa-administración de las Oficinas Inglesas.Las habitaciones estaban todas desocupadas, pero en el vestíbulo dormía, bajo su funda amarilla de polvo, un sólido piano alemán . Todo el mueblaje de la Administración había sido trasladado a otras oficinas, pero nadie se había interesado en el piano.

Larrea abrió una pieza ubicada en el ángulo del vestíbulo y cuyas ventanas daban al exterior del edificio, de modo que al abrirlas y corres las cortinas se inundó de luz. Dos grandes armarios que cubrían casi toda una de las paredes se veían atestados de libros. La alfombra tendida en el centro de la pieza mostraba el colorido de los dibujos y el barniz negro de la mesa y la silla era resplandeciente.

Larrea abandonó la casa-administración y se fue al rancho a servirse una cerveza. A la hora del crepúsculo dió una pasada por las canchas de salitre, se metió a sus pieza del rancho y después de la comida se acostó en seguida, dedicando media hora a leer por segunda vez los diarios de Iquique. Una vida harto monótona le esperaba por unos cuantos meses, pero al fin la Oficina encendería sus fuegos, y entonces él, a la edad en que otros estaban todavía empezando, sería el administrador de Norma.

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Cerca de las dos de la tarde seguía Larrea en su dormitorio aletargado por el calor cuando escuchó por segunda vez el paso de las muchachas frente al corredor del rancho. Dándose vuelta para mirar para mirar por la persiana divisó el vestido azul de la Isolina. habían pasado ya una media hora antes para ir a cas de don Juan y entonces, como ahora, sus risas y cuchicheos frente a la ventana envolvían una indisimulada intención.

Según le informara don Juan a Larrea, la familia del donkero vivía desde hacia tiempo en el campamento en vez de hacerlo en el donkey, donde el hombre tenía escaso trabajo. En el campamento tenía la compañía del reducido grupo de pobladores y el día domingo les era cómodo hacer sus compras en la carretela que llegaba del pueblo. La Isolina iba de tarde en tarde a ver a la mujer de don Juan, sólo que en el último tiempo las visitas eran más frecuentes.

Un día Larrea había visto a la muchacha surgiendo por el lado de las canchas de salitre para acercarse al rancho, con el mismo traje azul, limpio y delgado, que el viento le pegaba al cuerpo modelándole las formas.. En la soledad y monotonía de la oficina paralizada, donde un gesto, una voz, un movimiento tenían importancia, una figura de mujer joven y bien formada atraía con fuerzas fascinadoras. Larrea , que salía del escritorio, avanzando hacia el rancho mirándola ávidamente y al mismo tiempo algo divertido, pues la chiquilla en ese momento se defendía del viento que le alzaba el pelo y le hundía el vestido entre los muslos. La mirada inquieta, el andar nervioso con el ritmo de las caderas de verse contemplada y seguida por el silenciosos observador.

Desde entonces Isolina acostumbró a ir con mucha frecuencia a casa de don Juan y pasaba siempre frente a la única pieza habitada que había en el rancho, o por las cercanías del escritorio, donde el hombre solo, joven y sin actividad mataba el tiempo de cualquier modo.

Larrea había ocupado las últimas semanas haciendo pintar con alquitrán el interior de los cartuchos, para preservarlos de la acción deteriorante del tiempo, y engrasar los ejes y mulas de las ascendraderas, trabajos en los que había ocupado al único jornalero disponible y al sereno.

La llegada de un grupo de trabajadores enviados de la Oficina Liverpool puso una nota de animación en la quietud de la salitrera. El grupo lo formaban algunos carrilanos y camineros que venían a reparar la vía férrea y los caminos que conducían a las calicheras. Larrea inscribió a los hombres en los libros del escritorio y los ubicó en el campamento.

El domingo, observando desde la puerta del escritorio, percibió en el campamento más movimiento que de costumbre. Había llegado la carretela del comerciante ambulante y el grupo de mujeres que salieron a comprarle engrosó rápidamente con algunos hombres y chiquillos desarrapados. Larrea tomó sus anteojos larga vista y enfocó la carretela, para en una esquina del campamento. Podía ver al comerciante, agachado bajo el toldo y mostrando sus mercancías, tan bien como si estuviera a su lado. entre los sucios trajes de las mujeres destacábase el azul de la Isolina. Larrea ajustó los prismáticos y las piernas doradas de la muchacha se precipitaron a sus ojos. La carne parecía más dorada bajo el azul del traje . La poesía bajaba sólo hasta los tobillos pues la Isolina llevaba esa mañana unos zapatos roñosos. Arriba, el sol resplandecía en la cabecera negra y salvaje.

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Bernardo Larrea ocupaba una parte del día en el escritorio. Tenía que llevar la cuenta de los trabajadores en el Libro del Tiempo que llevar la cuenta el sábado a mediodía y una vez al mes mandar un breve informe a la oficina Liverpool. Entretanto los carrilanas y camineros habían dado término a su trabajo y regresado a esa Oficina, excepto dos de ellos a los que Larrea consideró conveniente dejarlos en Norma pero que a la larga sería necesario hacer.

De vez en cuando subía hasta el cerro del ripio o se acercaba ala planta de la molienda para ver en qué estado se encontraba el Winche o los engranajes de las ascendraderas, y debía mantener siempre uno o dos operarios ocupados en la limpieza de las maquinarias. habiendo ya hecho alquitranar los cachuchos , se preocupaba ahora del estado de conservación de las viejas bateas.

Por las tardes solía conversar con don Juan Vargas, quién, un vez tomó confianza con don Bernardo, le contaba cosas referentes a las familias del campamento. así supo que recientemente la Isolina había entrado en amores con unos de los obreros. Don Juan había sorprendido a la pareja detrás de la fragua que estaba detrás de la maestranza, en un ángulo muy auspiciosos que formaban esta instalación, la Casa de Fuerza y el pie de la Máquina elaboradora. Presumiblemente, la Isolina salía de su casa diciendo que iba a la casa de don Juan pero en realidad para encontrarse con el amante. ¿Continuaban los amantes reuniéndose en ese lugar para sus entretenciones? Don Juan suponía que no, después de haberlos él descubierto.

En esos días el Rucio estaba dando término a la limpieza y alquitranado de las bateas. Los puentes del bateaje quedaban frente al rancho, y cuñado Larrea, sin tener que hacer, se sentaba en la Chaise-longue, en el corredor del rancho, podía ver al obrero trabajando en las bateas. Había observado que, a ala hora de once, el Rucio en vez de irse directamente al campamento, lo hacia por el lado de la Casa de Fuerza. Suponiendo que iba a reunirse con Isolina, Larrea dejó pasar un tiempo y luego se encaminó por el sector de la elaboración , hasta la fragua.

Se fijó que la puerta de la maestranza estaba entreabierta. El candado puesto por don Juan había sido violado. Larrea entró, y encendiendo un cigarrillo, trató de imaginarse el trabajo de los mecánicos, el torno, el martinete, las múltiples herramientas en manos de los tiznados cuando la maestranza estaba en funciones; pero, en vez de eso veía a Isolina y el Rucio disfrutando plenamente de sus amor en la soledad de la barraca.

Saliendo, trepó ágilmente por la escalerilla de la máquina hasta lo alto de los cachuchos y se quedó un rato mirando desde esa altura el cielo rojo del atardecer, Tranqueó por los pasillos que orillaban la boca negra de los cachuchos , sintiendo el resonar de sus pasos sobre las planchas de fierro en el terrible silencio de la Máquina. Bajando, caminó hasta el rancho mientras, impaciente, agitaba el llavero. Entró y pidió comunicación telefónica con el administrador de la Liverpool. ¿Hasta cuando iba a estar de para la Norma? ¿Tenía él- su tío- noticias de cuando empezarían los trabajos?.

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Una noche, habiéndose metido recién en la cama , el sereno llamó golpeando con su garrote en la puerta del rancho. Se echó encima el abrigo y salió precipitadamente sin atinar a imaginarse que cosa extraordinaria había sucedido. De la oficina Liverpool habían mandado dos mulas y un caballo a cargo de un hombre que debía quedarse en Norma como corralero, si bien el corral había estado hasta entonces cerrado .Montado en el caballo y cubierto de un pocho negro, el hombre explicó las dificultades que había tenido en el recorrido de la pampa desde la Liverpool y que habían motivado el atraso con que llagaba.

El día siguiente, lo pasó Larrea entretenido en el corral, contemplando el caballo y pensando que lo tenía a su disposición para excursionar por los alrededores. Ya a los tres meses de llevar una vida de completa reclusión se justificaría una galopada hasta el pueblo.

Tenía muy poco que hacer y no era fácil inventar nuevas actividades. estaba molesto con la Gerencia de la Compañía por haber ido postergando de mes en mes la puesta en marcha de los trabajos en la salitrera.

La falta de actividad y de toda forma de entretención empezaba a desmoronarlo por dentro.. La espantosa quietud, el silencio ininterrumpido de una oficina paralizada, ajaban sus fuerzas. Aparte de don Juan, con la gente del campamento sólo tenía contacto una vez por semana, cuando se presentaban ante la ventana del escritorio dos o tres hombres y otras tantas mujeres llevando las libretas de trabajo, y el pagaba lo que correspondía a los jornales. Nunca iba la Isolina. El Donkero se pagaba personalmente o manada a su mujer. Cuando algunas semanas atrás el Rucio dio término a sus labor, Larrea, muy ecuánime, pensó darle otras tareas, pero el hombre dijo que podía tener mejor trabajo en la Oficina Liverpool; liquidó sus haberes y se marchó. Así, como dijo sonriendo el viejo don Juan. la Isolina había quedado, momentáneamente, sin un objeto para sus afectos.

A poco de haberse ido el Rucio, ella había reanudado sus recorridos frente al rancho, alcanzando de propósito hasta el escritorio cuando veía la puerta abierta.

Larrea no quería tener mucho trato con la muchacha. Podía en cualquier momento introducirla en el escritorio o en su pieza- en la soledad de la Oficina sería del todo improbable que alguien se diese cuenta-, pasar un rato con ella y luego despacharla amablemente para volver, quizás, a necesitarla en un tiempo más. Sin embargo, su espíritu puntilloso rechazaba la idea de la aventura. Un empleado de su responsabilidad no debía tener líos con ninguna mujer de la Oficina. Lo procedente , en la situación de castidad obligada en que él se encontraba, era acudir a los burdeles del pueblo vecino.

No tenía idea del ambiente que podía encontrar, pero un día, habiéndose resuelto, le ordenó al corralero que le tuviese el caballo preparado para la tarde.

En el calor quemante del mediodía se dirigió en seguida al rancho, se refrescó bajo la ducha y después de almorzar se fue a reposar a su pieza.. Afuera un sol restallante calcinaba la tierra y ráfagas de aire caliente entraban por la ventana. Alrededor de las cuatro cuando empezaba a vestirse, miró por la persiana para saber si el corralero había llevado el caballo. Vió una mancha azul brillante que oscilaba bajo la blancura del sol-el vestido de la Isolina- y un instante después golpeaban la puerta.

Larrea salió en mangas de camisa, un tanto sorprendido, y la muchacha, vista de golpe, se le entró por los ojos como una llamarada.

Su papá- explicaba ella-quería un adelanto.

Jadeaba al hablar, levantándose cada vez ala doble redondez del seno. Había andado, desde el campamento , varias cuadras, castigada por el sol, y Larrea pensó que debía tener el cuerpo caliente como brasa.

No había inconveniente en hacerle un anticipo al donkero, por cierto. Pero la Isolina podía haberlo solicitado a la hora en que él atendía en el escritorio. En vez de eso había preferido tratar tan sencillo asunto a solas con Larrea; y aquí estaba ante él , bien trajeada, el pelo recién alisado con la peineta, la bonita boca carnosa y muy abierto los ojos inquietos y ávidos.

Larrea anotó en la libreta la cantidad que pedía y preguntó si necesitaba el dinero inmediatamente. En ese caso debía ir al escritorio. Ella dijo con gesto vacilante: -Mañana si usted prefiere …

Se pasaba el pañuelito por la cara para enjuagarse las gotitas de sudor y se quejó del terrible calor de afuera. -Usted , ahí adentro desde estar muy bien- se sonrió. Larrea dijo que, efectivamente, en su pieza estaba fresco, y que además, disponía de cerveza. Si quería ella-agregó- podía entrar un rato. El aprovecharía para pararle de su propio dinero con lo que se evitaría ella ir al día siguiente al escritorio. -¿Por qué no pasa? La muchacha aceptó inmediatamente y entró con aire tranquilo, impávida, como si en mucho tiempo no hubiera hecho otra cosa que aguardar ese momento.

El echó una mirada a ala calle desierta, se fijó en en caballo que le esperaba a la sombra del kiosko y pensó que ya no tenía necesidad de ir al pueblo.

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Bernardo Larrea se sentía físicamente tranquilo. La Isolina le había extraído del cuerpo el exceso de vitalidad que últimamente le había molestado. Pero se recuperaba rápidamente y la falta de actividad volvía a sobrecargarlo de energías que no tenían explicación.

Había podido hacer viajes frecuentes a otras salitreras para visitar a sus familiares y antiguos compañeros de trabajo, pero carecía de entusiasmo para las relaciones sociales. Si no quería pasar el tiempo desocupado conversando con don Juan, tenía que encerrarse en el rancho y ocupara horas releyendo los diarios, caminar entre la casa-administración y el escritorio y entre el corral y el rancho, o salir a caballo para galopar detrás del ripio.

No disponía de lectura y se había olvidado que en la administración existía escondida una biblioteca. Recordándolo, un día tomó las llaves y volvió allá, aunque sin un propósito definido. Era extraño el ambiente que reinaba en esa gran casa desocupada y silenciosa. En el vestíbulo el piano enfundado tenía algo de fantasmal, y en la biblioteca que conservaba los muebles, impresionaba la quietud. Se acercó a las estanterías pero no tenía la llavecita para abrirlas. Se impuso de algunos títulos mirando a través de los vidrios. Tal vez había allí algo de interés . la misma existencia de esas pequeña biblioteca en una oficina salitrera , aún más, en una oficina por tanto tiempo paralizada, no dejaba de parecerle cosa rara.

Movido por una vaga curiosidad volvió al rancho y luego al escritorio en busca de una pequeña llave adecuada o de cualquier instrumento que sirviese para abrir los armarios.

Al día siguiente consiguió hacerlo. De no haberse ocupado en eso no habría tenido como matar el tiempo. He aquí los grandes volúmenes lujosamente empastados.Los títulos sugerían temas de índole muy inadecuada a sus gustos y sin decidirse por ninguno de ellos empezó a sacar, uno tras otro, una cantidad de volúmenes que amontonaba sobre la mesa. Ocupó un para de horas recorriendo los índices y leyendo aquí un párrafo, un capítulo allá, sin mayor interés. De todos modos al día siguiente, después de la hora de la siesta, volvió a lo mismo.

Se disfrutaba de gran paz estando allí, sólo en esa pieza silenciosa y fresca, cómodamente sentado, sumergido en una extraña quietud del espíritu. La obsesionante idea de la falta de trabajo, de no tener que hacer, su disgusto con la Gerencia por tenerle en ese aislamiento, su casi inconsciente divagar en torno al cuerpo de la Isolina, todo desaparecía cuando lograba engolfarse en un tema interesante.

Se hacía preguntas con respecto al origen de esa biblioteca. Nunca había visto libros en las oficinas salitreras, ni siquiera en la Liverpool donde su tío, y hasta Mr. Bronson, si leían algo aparte de los diarios, era concerniente a cuestiones salitreras. No era fuente de distracción la lectura en la pampa , y cuando él, casi un muchacho, llegó de Iquique para iniciar su aprendizaje en la vida pampina, había tenido que abandonar los libros, y definitivamente olvidarlos. Todo cuanto tuviera un tinte intelectual resultaba incomprensible y chocante en el estrecho mundo de los empleados pampinos.

Tal vez- pensaba Larrea- el constructor y propietario de la Oficina Norma, don Arturo Montaner, había sido un hombre culto, y si no él , su mujer. Por otra parte, había en la biblioteca un buen número de obras en inglés, lo que hacia suponer, al pasar la salitrera a poder de la Compañía Liverpool, sus primeros administradores británicos habían aportado su contingente a la biblioteca. Otro asunto que movía a la reflexión era el que ésta había permanecido allí año tras año después de paralizada la oficina , al parecer totalmente olvidada, no habiéndosele ocurrido a Mr. Bronson o a don Roberto hacerla trasladar a la Liverpool.

Lo que más había atraído su interés fueron los grandes diccionarios enciclopédicos de las lenguas españolas e inglesa, a los que acudió en busca de reseñas biográficas y para consultar sobre su tema familiar: el nitrato de soda. Del artículo sobre el salitre paso al dedicado a química y entre los nombres que allí se mencionaban le interesó el de Lavoisier. Luego de leer lo concerniente al gran químico francés, Larrea se fue a la letra f … Francia, y poco después se encontraba en la Revolución Francesa.

A través de esa vasta obra y siguiendo muchas veces la lógica asociación de términos y nombres , podía Bernardo Larrea levantarse del tierral solitario de la Oficina y revolotear sobre los grandes acontecimientos de la historia humana. Había encontrado un medio ya no de matar sino de ocupar provechosamente el tiempo, internándose en una dimensión del tiempo que poco había frecuentado él, el tiempo que había estado transcurriendo durante siglos como una corriente oscura, brillante e impetuosa.

Por entonces la Gerencia de la Compañía ordenó a Larrea la confección de un informe sobre las condiciones en que se encontraba la Oficina Norma en cuanto a sus instalaciones de trabajo y el estado del campamento, pues se tenía en vista la próxima reanudación de las faenas, y se anunció la llegada del ingeniero Wetherstone, que debía informar sobre la parte técnica de la Oficina. Larrea hizo un estudio detenido sobre lo que correspondía a lo suyo y pasó dos días en compañía de Wetherstone, quién estaba casado con una de sus primas. Cuando regresó el ingeniero, no lo sintió pues en esos dos día, que que sólo se habló de bombas y motores, de la planta de molienda y de la instalación de una Casa de Yodo, no tuvo oportunidad de ir a la biblioteca.

Ocupaba parte del tiempo en los menudos quehaceres habituales, sólo que ahora había agregado a su vida diaria una nueva actividad: iba generalmente a la hora de la siesta a la casa-administración y se pasaba de dos a tres horas leyendo y casi todo el día domingo. Había abordado la Historia Universal de Cantú y desde entonces su curiosidad intelectual se despertó, se agigantó y agitó inquieta y se desbordó buscando nuevos causes.

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Ya a los nueves meses de llevar esa vida de pampino recoleto , su madre le comunicó en una conversación telefónica que la familia se iba a reunir en la Oficina Liverpool, y le invitó a ir con ellos. Bernardo fue de buen agrado. Le agradó parar un día con sus padres, ver a sus primas solteras y conversar con don Roberto Larrea.

Encontró de visita a su primo Maximiliano, hijo de don Roberto, que acababa de terminar sus estudios universitarios. Una vez que recibiese su título de ingeniero, Maximiliano ingresaría a las labores salitreras, posiblemente en la provincia de Antofagasta. Se trataba pues de otro futuro administrador pampino. Don Roberto Larrea estaba orgulloso de su hijo.

En cuanto a don Carlos, el padre de Bernardo, le dijo que debía sobrellevar con paciencia esa vida de soledad en Norma, pues el premio que le esperaba-hacerse cargo de su administración- compensaría con creces su sacrificio. El sacrificio consistía en tener que vivir en una Oficina paralizada. Pero bernardo Larrea estaba ahora muy lejos de aburrirse. la vida empezaba a tener sentido antes insospechado. se encontraba en la situación de un hombre que ha descubierto un bien inapreciable y que, aunque no puede hacerlo público ni compartirlo, disfruta de él silenciosamente.

Poco después de su visita a la Liverpool, la Compañía ordenó la realización de los primeros trabajos en la Oficina Norma. Llegó una cuadrilla de obreros, particulares y barreteros, para trabajar las antiguas calicheras y abrir las nuevas, y otra de peones destinados a limpiar las huellas carreteras dentro de los terrenos de extracción, a fin de poder realizar posteriormente el transporte. la Maestranza fue abierta. Los camineros comenzaron limpiar las sendas desde la pampa hasta la planta de los molinos, y un grupo de mecánicos y carpinteros examinó el estado en que se encontraba la rampa, arriba de las chancadoras. En menos de dos meses la población de la Oficina aumentó a unas ciento cincuenta personas y el viejo campamento empezó lentamente a despertar de su sueño.

Bernardo Larrea debía hacer de pagador, pasatiempo y bodeguero; dirigir las reparaciones en las viviendas del campamento, necesarias para dar albergue a los nuevos trabajadores, y atender como jefe un sinnúmero de pequeños asuntos. Sin embargo, sabía arreglar sus cosas de tal forma que, todavía en ese primer tiempo, se permitía pasar dos horas diarias en la biblioteca. Posteriormente, se rehabilitó la pulpería y más tarde llegó un empleado para hacerse cargo del pago de los jornales en el escritorio. Con este motivo Larrea buscó compartir las horas de comida con el pagador y el pulpero.

Durante el día el silencio de la oficina era interrumpido por el golpe del martillo sobre el fierro en el sector de la elaboración, donde los obreros remachaban las bateas, canales y plataformas. Un día llegó una locomotora arrastrando dos carros planos cargados de herramientas y materiales, que Larrea ordenó detener en el extremo de la línea, cerca de la Máquina elaboradora. Allí se descargaron algunas maquinarias y el material de ferretería se condujo a la Bodega.

Después de un sueño que había durado, largos años , la Oficina Norma se disponía a «andar» y Bernardo Larrea veía multiplicarse sus actividades.. Su autoridad había crecido enormemente. El destino de la población y del trabajo que se realizaba esta todo en sus manos. Y seguía siendo el mismo hombre eficiente, preciso hasta en el menor detalle, que había sido siempre. Pero su vida de ahora se componía de dos partes, de la que era desconocida para los demás; eran las dos horas que pasaba recluido en la silenciosa habitación de la cas solitaria. Cuando ya no pudo ir de día a la biblioteca hizo colocar una conexión eléctrica, y entonces, luego de darse un baño que le limpiara la piel del polvo pampino y la mente de las preocupaciones diarias, podía encerrarse allí hasta la hora de la comida..

Si embargo, el creciente ajetreo del trabajo amenazaba cada vez más con perturbar ese aspecto secreto de su existencia. La mayor preocupación es ese sentido sobrevino cuando se procedió a realizar en forma las reparaciones necesarias para su próximo funcionamiento. De este trabajo se responsabilizó el ingeniero Mr. Wetherstone. habiendo aumentado con esto el personal de operarios y el número de peones que se dedicaban a tareas diversas, fue necesario que nuevos empleados llegaran para secundar a Larrea.

Miles de insospechadas preocupaciones y pequeñas actividades, propias de una salitrera donde las funciones no estaban todavía organizadas, le ocupaban desde la mañana a la noche. Con frecuencia debía interrumpir sus comidas para atender consultas. Acorralado por las crecientes actividades y dispuesto a enfrentarlas co la regularidad de costumbre- pues no se habría podido esperar otra cosa de él- Bernardo Larrea ya no lograba ir a la biblioteca sino después de comida; y esto cuando lograba zafarse de Wetherstone que lo retenía con sus charlas sobre las ascendraderas, el mal estado de uno de los calderos y la futura instalación de la Casa del Yodo..

Su ausencia del rancho a esa hora en que los empleados, a la salida del comedor, tocaban el gramófono o jugaban una mesa de billar, no habría llamado la atención si se hubiese metido en su pieza a descansar. Pero no había modo de justificar su permanencia en la solitaria casa-administración; y aún cerrando cuidadosamente los cortinajes que cubrían las ventanas del la biblioteca. para no dejar filtrar la luz al exterior, sus entradas por la noche a la administración no le habrían pasado desapercibidas al sereno.

Larrea se llevó libros a su dormitorio, pero se reservó el privilegio de ir los días domingos a la biblioteca. en ninguna parte del mundo se habría encontrado mejor que ahí. Al día siguiente, antes de las 7 de la mañana estaba otra vez en el escritorio y volvía a ser un consumado empleado pampino con las variadas responsabilidades de su cargo. Nadie se hubiera imaginado que durante las horas nocturnas había vivido en un mundo totalmente ajeno al salitre.

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El Gerente de la Compañía, Mr Bronson, y don Roberto Larrea, llegaron un día a imponerse personalmente de las marcha de los trabajos. La visita los llenó de expectación a los pocos empleados porque era el augurio de que la Oficina Norma encendería sus fuegos. Bernardo siguió a los magnates de una lado a otro, según como ellos inspeccionaban el estado de la Oficina, escuchaban los cambios de opiniones y respondía tranquilamente a sus preguntas. Don Roberto Larrea no dejó de advertir ese tono sereno y lo bien informado que estaba sobre los más ínfimos detalles. Mr. Bronson demostró satisfacción; y cuando al término de la tarde se dispusieron a partir, el administrador de la Liverpool llamó aparte a su sobrino, y poniéndole la mano en el hombro le dijo: – Muy bien, Bernardo. Encenderemos los fuegos de aquí a dos semanas más…. y oportunamente se le arreglará a «usted» sus situación. «Lo» felicito-y le estrecho cordialmente la mano.

El nombramiento de administrador de Norma le llegó a los pocos días, redactado en términos convencionales y con la firma de Mr. Bronson.

De un modo misteriosos, ya que Bernardo no lo dijo, aquello trascendió inmediatamente y los empleados lo miraron llenos de admiración y respeto, viendo ya en él al hombre que iba a regir con poderes casi omnímodos los destinos de la pequeña Oficina. El contador, que había llegado hacía poco, tratando de tomarse confianza, le hizo una pregunta directa, a lo que él respondió con una fría sonrisa que » tal vez aquello era posible, pero no estaba seguro de nada». Por la tarde montó a caballo y, en compañía del Corrector de la Pampa, salió a recorrer las calicheras. No volvería más en su vida a ver esos costrales , las rumas de desmontes, los acopias de caliche, los hombres trabajando bajo el sol de fuego, las carretas cargadas junto a las rampas. Sin embargo,se interesó en esas labores como si la explotación del salitre siguiera formando parte de su destino .

El domingo, después del almuerzo, se fue a la casa-administración y entró una vez más en la biblioteca. Con las manos en los bolsillos se quedó mirando las estanterías. En poco más de medio año había devorado gran parte de la biblioteca. Los libros que ya no alcanzaría a leer no le ofrecían mayor interés. Unas pocas obras , probablemente las primeras, habían bastado para producir en él un cambio fundamental. Ahora inmóvil frente a los libros, los contemplaba con una expresión al mismo tiempo tranquila y penetrante. Extrajo uno y lo abrió sobre la mesa, pero durante el tiempo que permaneció en la biblioteca, no leyó una línea. Se fumó varios cigarrillos y daba vueltas alrededor de la mesa como un hombre que anda en busca de sus propias ideas. Cerró cuidadosamente la puerta y salió.

Pocos días después Bernardo Larrea redactó dos cartas dirigidas a la Gerencia de la Compañía. En una de ellas, para Mr. Bronson, expresaba que habiendo recibido el nombramiento de administrador de la Oficina, agradecía esta alta distinción, pero que por circunstancias personales no estaba en condiciones de aceptar dicho cargo. La otra estaba redactada en los términos convencionales de una renuncia. Se retiraba de la Compañía por motivos exclusivamente personales.

A fin de no dar pábulo a comentarios entre los empleados, copió él mismo las cartas y conservó en su escritorio el libro de copias. Luego siguió atendiendo normalmente su trabajo.

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Mr. Bronson se quedó estupefacto al leer las comunicaciones llegadas de la Oficina Norma. Había dispuesto de buen agrado ese nombramiento a pesar de considerar a Larrea demasiado joven; pero había observado siempre sus buen comportamiento , discreción y carácter y tenía la seguridad de quien se desempeñaría bien en su nuevo puesto. La Gerencia, de acuerdo con el Directorio de la Compañía, había introducido en el último tiempo algunos cambios en el personal superior de las Oficinas. Don Carlos Larrea había sido trasladado a la Oficina Aguas Negras, de la que acababa de retirarse el hábil administrador don Carlos Tornero. Al viejo e inútil jefe de Nueva Exploradora se le había pedido renunciar, y en su reemplazo quedaría el ingeniero Mr. Wetherstone. Dentro de esas nuevas disposiciones el joven Larrea quedaba muy bien situado en la Oficina Norma.

Como buen inglés, Mr. Bronson respetaba las decisiones personales y pensó que nada había que indagar en ese asunto; pero antes de decidirse a buscar un nuevo jefe para la salitrera, se comunicó con el administrador de la Liverpool. Para don Roberto Larrea aquello tuvo el efecto de una bomba.

Se sentía en situación incómoda con respecto a Mr. Bronson y no lograba vislumbrar los motivos por los cuales su sobrino se retiraba de la Compañía, precisamente en los momentos en que se le entregaba la administración de una Oficina. Era posible que en todo eso hubiera algo que estaba fuera de sus alcances. Luego de conversar con su mujer le pareció conveniente llamar por teléfono a Bernardo y después a su hermano Carlos..

-En efecto- le contestó el hombre del la Oficina Norma- He pensado retirarme. -Supongo, entonces, que tendrás una situación muy ventajosa en otra parte. ¡Caramba! Podrías habérmelo dicho con anticipación … Pero, de todos modos, no creo que te vayas a otra Compañía en mejores condiciones que las que te ofrecen aquí…

-He decidido irme de la Pampa.

El tono friamente reservado y enigmático de Bernardo no animó a don Roberto a hacerle nuevas preguntas.

Cuando don Carlos Larrea se impuso por su hermano de las decisiones de su hijo y de la forma como éste se expresara por teléfono, contuvo su malestar, y rencorosamente resolvió no pedir aclaraciones a Bernardo. Allá él. Siempre había tenido la sospecha de que su hijo, en un sentido difícil de explicar, había salido distinto a los Larrea. Pero su mujer, más diplomática y con cautela maternal, pensó que sería mejor ir un día a la Oficina Norma y conversar con el hijo muy sencillamente, sin pretender darle consejos.

La resolución de Bernardo había afectado sentimentalmente a la familia. Todos los Larrea habían vivido en la Pampa; habían hecho carrera y los hijos estaban destinados a seguir sus huellas. El joven Maximiliano ingresaría pronto como ingeniero en la gran compañía de Salitres de Antofagasta y alguna vez emularía en la provincia la gloria de gran administrador que don Roberto y don Carlos habían conquistado en la de Tarapacá. Tal vez la hermana de Bernardo casaría con un Gerente de las Salitreras, como ya una de sus primas estaba ya en relaciones serias con un hijo de Mr. Bronson. El salitre circulaba como elemento indisoluble y dinámico por las venas de los Larrea. Durante cuarenta años el aire nitrificado de la Pampa les había tostado la piel, se había incorporado a su sangre y llevado partículas de ázoe y de yodatos a sus cerebros. Era así que la renuncia de Bernardo tenía para la familia casi el carácter de una traición. Y si el administrador de la Oficina Liverpool se sentía francamente molesto, el de Aguas Negras se hallaba descorazonado y mordido por un secreto rencor hacia su hijo.

Bernardo había previsto todo eso. Calmado y reflexivo, su resolución era el fruto madurado de largas meditaciones. Si bien, cuando se inicó en la vida pampina junto a sus padre, habíale chocado el ambiente con la rudeza de las costumbre, con su incultura y su soledad, al poco tiempo lo había soportado para seguir después adaptándose a él gradualmente, con la ciega certeza de que no había porvenir para él fuera de la Pampa.

Hombres llegados de otros Continentes se aclimataban en pocos años y ya no querían abandonarla. Descubrían un mundo, una nueva forma de vida entre las calicheras y los cachuchos Shanks. Del caos de sustancias concentradas en el caliche surgía para los pampinos la creación del mundo cuñado, en las aguas madres de la elaboración, se separaban ordenadamente los elementos para florecer después en la blancura resplandeciente del nitrato. Peros las horas diarias que pasó Bernardo Larrea por más de seis meses en aquella pieza de la casa-administración, trastocaron el orden de sus ideas. Descubrió en la biblioteca que el mundo era mucho más vasto que la región salitrera. Existía una poesía m´s allá de los cristales del salitre y de los gases violetas del yodo, más allá de la suave curvatura de los cerros.

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Dos días antes de que la Oficina Norma encendiera sus fuegos, don Carlos Larrea, su esposa e hija llegaron en un cómodo coche que se detuvo ante la puerta principal del rancho. Bernardo había hecho preparar las once para su familia y se pasaron parte de la tarde en el ambiente gratamente emotivo propio de una reunión familiar. Como sin darle mayor importancia a la cosa, su madre le hizo preguntas sobre sus proyectos y los motivos por los que se retiraba de la Pampa. Más tarde, en un aparte, Bernardo le dijo para tranquilizarla que en los años que llevaba de empleado había reunido algún dinero y que pensaba abrirse campo en una ciudad importante, tal vez en la capital.

Mientras la señora y su hija recorrían el rancho, le tocó a don Carlos interrogar al rebelde.

– Tu tío está muy enojado- le dijo- Ni él ni yo podemos comprender esto. Se te presenta un brillante porvenir en la Pampa y lo desperdicias… ¿Tienes algo mejor? -Así lo espero. -Pero, algo concreto, ¿un puesto?. – por el momento, no. – Entonces no puedo entender…

Bernardo se sonrió entre amistoso e indiferente. después de un breve silencio don Carlos asumió un aire confidencial y le preguntó en voz baja: -,Tienes aquí alguna complicación sentimental… algún problema de trabajo del que no has querido hablarnos? Si fuera sí-agregó-, todo se podría arreglar… Bernardo se rió abiertamente diciendo: -Todo está bien. Todo marcha perfecto. Mañana llega el nuevo administrador de la Oficina y le entregaré todo en orden.Entonces don Carlos Larrea, con aire de desesperaba incomprensión, movió la cabeza, se cruzó de brazos y finalmente llamó a su mujer para irse.

Bernardo los acompañó hasta el coche, y cuando éste partió, y su madre y la hermana dejaron de agitar sus manos en señal de despedida, caminó lentamente hasta el Corral. Quería darse una vuelta, una corta galopada por los alrededores de la oficina como en otro tiempo. El corralero le traía en ese momento el caballo, tirando el cabestro. Detrás del hombre y el animal vio Bernardo a la Isolina, avanzando ligera y flexible sobre el cascajo.

La noticia de que el joven don Bernardo se iba de la Oficina y llegaría otro administrador, había corrido por el campamento. Ya había montado a caballo, pero se detuvo un instante para saludar a la muchacha. Luego salió a la pampa abierta,rasa y todavía iluminada por los últimos resplandores de la tarde. El nuevo administrador llegó a ala primera hora de la mañana, y Bernardo Larrea pasó el día lleno de actividad haciendo la entrega de la Oficina. Al caer la tarde el nuevo jefe quiso conocer la casa-administración, y Bernardo le preguntó en ese momento si traería a su familia, pues en tal caso tendría que ocupar la Administración. El otro le informó que era soltero, por lo que sólo habitaría una habitación para él, pero tomaría sus comidas en el rancho.

Larrea abrió la puerta y entró precedido por su acompañante. Como siempre todas alas habitaciones y dependencias estaban cerradas. A la pregunta del administrador de si, aparte del piano, existía en la casa alguna cosa importante, respondió vagamente:

-No, en realidad … Solamente en aquella pieza hay algo que, por lo menos en los inventarios de la Oficina que tenemos , no figura…. Libros. el administrador creyó haber entendido mal. Cuando Larrea explicó que se trataba de varios armarios llenos de libros, lanzó un ¡ah! de indiferencia. -Bien, bien- murmuró después-, sólo me falta hacerme cargo de la pampa, los terrenos de extracción. Eso será mañana temprano, y como puedo ir con el Corrector, no será necesario que usted se moleste.

En vista de eso Bernardo Larrea decidió abandonar la Oficina al día siguiente. Cuando fue a su pieza para terminar el arreglo de su equipo, ya de noche, prestó atención por un momento a los ruidos que llegaban del lado de la máquina. En los días anteriores se había apresurado a los preparativos para la elaboración del salitre y ya esa tarde, en presencia del nuevo jefe, se había procedido a cargar el primer cachucho para sacar lo que se llamó «una fondada de prueba». Se sentía el bufido del único caldero que funcionaba.

Temprano, cuando fue al comedor para el desayuno, se encontró con el administrador, quién le invitó amablemente a subir a ala de la Máquina a presenciar la puesta en marcha de los trabajos. Iba con ellos también el Contador y luego se agregaron el bodeguero y el Corrector de Pampa.

Delante de ellos el fogonero prendió el fuego en el segundo caldero; luego la comitiva subió a lo alto de la Máquina . Los buzones de las ascendraderas estaban llenos con caliche que se había descargado en las primeras horas de la mañana, transportado desde los terrenos de extracción, y al empezar el chancado una nube de polvo se levantó de las ascendraderas.

El caliche triturado empezó a caer en carritos que, deslizándose sobre rieles, lo transportaban a los cachuchos. El jefe de Máquina abrió una llave y el agua que penetró en el cachucho fue humedeciendo el material. La apertura de la otra llave hizo circular el vapor por los serpentines.

La Oficina Norma había encendido sus fuegos. La estrecha chimenea lanzaba ala cielo luminosos el humo del combustible quemado en los estómagos de fierro de los calderos.

Bernardo sabía que a la hora del almuerzo se iba a celebrar el acontecimiento y que se aprovecharían a la vez para despedirlo a él y darle la bienvenida al nuevo jefe. Sus funciones habían terminado- precisamente en el momento que echaba a andar la salitrera- y le quedaban apenas unas horas antes de irse. En cuanto bajo de la Máquina, se fue a la casa-administración y por última vez entró en la biblioteca. Contempló detenidamente los lomos de los libros; todos estaban alineados en el mismo orden en que los había encontrado ocho meses atrás.

Luego procedió a cerrar los armarios con la llavecita que había mandado a hacer, y que se guardó en su bolsillo. Tal ves sería el mejor recurso que se llevaría de su existencia en la Pampa. estaba seguro que nadie volvería a entrar allí. la biblioteca había estado cerrada por muy largos años, y continuaría cerrada, guardando celosamente el secreto de su misterioso poder.

Tomado de

Antología del Cuento Nortino.

Compilación y Notas de Mario Bahamonde

Universidad de Chile.

Departamento de Extensión Universitaria.

Antofagasta.

1966.