La conjunción del pan con mantequilla, a la hora en que el sol se esconde y en pleno verano, evoca tardes de playa y de sol galopante sobre nuestras espaldas. Nada más apetecido que ese manjar. Nada más demandado que ese pan batido untado con esa mantequilla que se vendía por medio kilo, y hasta por un octavo, envuelto en papel que con los años, nos enteramos que se llamaba craft. O bien en ese otro, que se llama mantequilla. A medida que la playa va quedando vacía, el estómago también.

La historia de la mantequilla se remonta a sus primeros fabricantes: mongoles celtas y vikingos. Los romanos la despreciaron ya que la consideraban alimentos de bárbaros. La grasa ya era entonces sinónimo de barbaridad.

Cuando aún nadie nos avisaba de las negativas propiedades de la mantequilla, ésta hirviendo sobre la cubierta más delgada del pan, estimulaba el hambre más remota. Las tardes de playa suelen abrir el apetito. El camino de regreso a casa, a pie, no hacía más que provocar el sueño por comer un marraqueta con su respectiva taza de te. Llegar a casa, era el fin de una tarde que no podía cerrarse sin degustar una hallulla por cuyos bordes la mantequilla derretida se posaba por nuestras manos. En la jerga del barrio, chorreaba.

No sabemos cuando ni cómo, y menos por qué, de la noche a la mañana, la mantequilla le cedió el paso a la margarina. Menos sabemos cuando y por qué el papel craft o de mantequilla, dejaron de envolver tal manjar de la infancia. Ahora en potes plásticos, la mentada margarina se enseñorea en las mesas a la hora del té, que tampoco sabemos cuando, ni menos como, ya no es a la 5 en punto.

Ese pan con mantequilla parecía aumentar su nobleza en la medida que daba alojamiento a ese otro manjar de las tardes en crisis, la mortadela. Grasa sobre grasa, que para ese entonces se ingerían con la inocencia que da cierta ignorancia. No existían las revista que recomendaban este u otros alimentos para tener una dieta balanceada y sana. Y si las habían no estaban a nuestro alcance. O bien las leíamos mientras comíamos la marraqueta, con mantequilla y mortadela. Lo mismo le sucedería al chicharrón.  Las cruzadas por la buena salud, han arrojado al cesto de las malas prácticas culinarias a todo aquello que huela a grasa. La marraqueta, pan francés, le llaman los ilustrados de siempre  llena de chicharrones era un placer. Y es que ser niño era sinónimo de inmortalidad.

El norte de Chile, por exigencia del duro trabajo en las pampas salitreras, ha construido una dieta basada en el consumo de carbohidratos. No se concibe comida sin la presencia de fideos, papas y arroz. A ello hay que sumarle el infaltable pan. Luego del almuerzo la taza de té, opera como un ritual purificador.

El tradicional plato único, con que los clubes deportivos y los bailes religiosos que van a la fiesta de La Tirana, juntan dinero para solventar sus gastos, se conforma con arroz, pollo o carne, y la clásica papa a la huaicayna, una herencia de cuando éramos peruanos. Una verdadera institución, que cada fin de semana, al menos en términos simbólicos recrea la comunidad: todos comemos lo mismo, como si fuéramos una sola familia.

El pan con mantequilla, aroma y sabor de la infancia, aún vive en los hogares más modestos su momento más glorioso. Después de todo la expresión “más humilde que el pan con mantequilla” resume buena parte de lo que somos.