La vida era entonces, quizás más simple, al menos, eso nos gustaría creer. Lo cierto es que, nos desplazábamos por una ciudad que nos cabía como anillo al dedo. El norte, era el norte, y los otros tres puntos cardinales, se definían por el cerro y el mar. El sur, era un pasillo que nos llevaba a playas casi desconocidas, con nombres que en los diccionarios no aparecían: Chanavaya, Chanavayita, Seremeño…
Con mi amigo Nemesio Valdés, nos íbamos a buscar fierros viejos (creíamos que los metales tenían edad) y de vuelta, soñábamos con engrosar nuestros bolsillos con dinero, ese que siempre nos quitó el saludo. Pero en fin. No encontramos minerales, pero siempre nos saludamos en el centro de esta ciudad que, ya no nos queda como anillo al dedo. Y nuestros bolsillos siguen planchado, pero tenemos buena salud, canas y menos cabellos, y un aire de señores, “like a Rolling Stone”. La nostalgia nos juega malas pasadas y de vez en cuando nos hace zancadillas y caemos en el foso del “todo tiempo pasado fue mejor”.
Iquique, era entonces un boceto de lo que es hoy. Un boceto que el arquitecto alteró a más no poder. El resultado, es esta ciudad ancha y ajena. Nunca pensé que esa frase de Ciro Alegría, seguiría vigente. Lectura liceana que doña Adriana y doña Anyelina machacaban a nuestra rebeldía setentera, llenas de Che y de Ho Chi Min, de Led Zeppelin y The Cream. Le debemos a esas dos maestras, mucho más de lo que imaginamos.
Era una ciudad de pantalones cortos, de aro calles abajo, de tocar timbres, de bolitas y trompos, de plaza con gente circulando cada domingo, de tres radios AM, de cambuchas y de volantines, de cucurumemes. Éramos bocetos que los años transformaron, en lo que hoy somos. Una ciudad que aspira a no ser ella misma, que sufre de complejos de gran urbe.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 7 de octubre de 2012, página 25