A Joan Manuel Serrat le llamó la atención la belleza de la maniquí de la Casa Francesa. En forma instantánea, al tiro, se le ocurrió esa canción de aquel poeta que secuestra a la dama que lucía «zapatos de falso charol». Serrat se paseó por esta ciudad que le parecía calcado a su Pueblo Blanco, con todas aquellas pequeñas cosas, que hacen «que lloremos cuando nadie nos ve». Nos habló de la mujer que parecía «fruta jugosa prendida en mi alma como casi cualquier cosa». Iquique le parecía una especie de Pueblo Blanco, pero con mar y sin barranco (no conoció el de la Jorge Inostrosa). El olvido camina lento como reloj a cuerda. Cura, cabo y sacristán constituyen los ejes de la memoria y de una larga cadena de olvidos. Morir por morir… Y busca otra luna… Pero a diferencia de Serrat, no nos vamos de aquí… Aunque no esté muerto, estar aquí es una especie de cautiverio.
Cuando la canción Penélope se nos hizo pan de cada día, nos imaginábamos a esa mujer en el andén de la calle Sotomayor, esperando la espera. Serrat, se crió entre nosotros, vagabundeando por estas calles de este pueblo casi calcado a Badalona. Los nombres de todas las mujeres nos sabían a yerba. Y el Curro el Palmo, éramos todos o casi todos. Nos enamoramos de la maniquí de la Casa Francesa. Imaginé mi infancia en Sevilla, tal cual la vivió Machado, el letrista de Serrat, según Benedetti. Para entender la fiesta hay que escuchar la canción de este catalán: Vuelve el pobre a su pobreza.
Serrat parece no envejecer. Sus canciones forman parte de este pentagrama sensibilero que nos hace inventar, a diario, a esa mujer que tiene demasiados huesos, al caminito de la obra, a que vas a ser de ti, lejos de casa. Verso a verso.
Por cierto Serrat nunca estuvo en Iquique, aunque en la calle Tarapacá con Barros Arana hubo una tienda que llevó el apellido del catalán. En esta ciudad nada queda y todo pasa. Golpe a golpe.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 25 de agosto de 2019, página 12