Ciudad sin perros es una ciudad incompleta. Es como si a Iquique le faltara Cavancha, o al Morro le prohibieran el carnaval, o al Colorado el sueño de recuperar su mitológico balneario.

Los perros son parte del paisaje de la vida cotidiana. Cuando aún no estaban todas las calles pavimentadas y existían los palos poste, los perros imponían, de acuerdo a su tamaño, su autoridad. Eran los callejeros por derecho propio, tal como canta Alberto Cortez. En torno a ello se inventó la expresión: “No se conoce ni en pelea de perros”. A los jóvenes de hoy habría que explicarles el campo semántico de tan rotunda afirmación.

Los perros, en la Centenario nos enseñaron su sinónimo: canes. No usaban collares para identificarlos. No había razones. El barrio los identificaba al tiro. Cuando agarraban una tos, sobre todo en julio, se le confeccionaba un collar con limones a punto de madurar. Vaya signo de distinción.

No usaban champú. A manguerazo o bien en la batea, se le despulgaba. A lo más regalones, se le daba una aspirina para niños, para evitar un constipado. Al enfermarse no se le llevaba al veterinario y cuando la muerte lo pillaba de sorpresa, se hacía una pequeña fosa. Los árboles se nutrían del cuerpo de tan noble animal.

Comían a la suerte de la olla. Un hueso era su tesoro que escondían en los lugares menos pensados. Se llamaban Jerry, Bobby, Laika. La expresión “hacer perro muerto” es un flaco favor a esos canes de colores que recorrían la ciudad. Confieso que me gustan más los perros que los gatos. En mi casa había uno que se llama Olimpo. Era blanco y negro. Con los años entendí que era el homenaje de mi padre a su club de mismo nombre. Derivado de tan noble animal se desprenden los perros para colgar la ropa y para lucirlo en el botapié al subirse en la bicicleta.  y sobre todo de ese bolsillo que se llamaba de perro, en donde la llave y unas cuantas monedas, encontraban abrigo.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 4 de febrero de 2024.