Los guionistas de la teleserie Playa Salvaje, han construido una maqueta de los iquiqueños, y la han universalizado a todo el país. Es decir, han construido una caricatura, en donde Iquique, al igual que La Habana de los tiempos de Batista, era el burdel de los norteamericanos. Iquique, según esta óptica, es el lugar de la diversión y del placer. Pero, de un placer privativo de los santiaguinos que ven en esta ciudad, como siempre ha sido vista por el centralismo, como un lugar de conquista –léase veraneo y otras cuantas cosas más-. Los iquiqueños somos el pueblo, lo que en la jerga del centralismo quiere decir, atrasado y folklórico, o sea, típico. Que somos típicos lo somos, lo que no somos, es la imagen que los santiaguinos quieren tener de nosotros.
Playa Salvaje, es un retrato Robot, construido desde el smog de Santiago, condimentado por ese espíritu centralista que consiste en mirar de arriba hacia abajo, con el típico desdén del dominador.
Playa Salvaje, es un Iquique, que se reduce a unos cuantos hoteles de lujos, y a una playa que nunca fue salvaje; y a unos jóvenes rubios que también hay en Iquique, pero que conocen los códigos de la chalequina y de los paltós. Además, esa playa siempre se llamó Castro Ramos y en época de nuestra identidad cultural europeizante se llamó además Saint Tropez.
Los iquiqueños somos todos choleadito, es decir, mezclado hasta decir basta. Hablamos rapidito y cantadito, porque así hemos hablado siempre. Y me temo que siempre será así. A Playa Salvaje, a sus actores y a su trama, la veo como la mejor expresión, de esos miles de gente que han llegado a la ciudad, atraído por la minería y la Zofri. Gente que no ha logrado integrarse aún. Ya sea porque los nativos de estas latitudes aún somos cerrados, o porque a ellos, le da lo mismo, integrarse. Lo cierto, es que cuando Iquique fue moderno y universal, allá por el mil novecientos, tanto eslavos, chinos, austriaco, daneses, bolivianos, peruanos, y un largo etcétera, fundaron una convivencia étnica, no exenta de prejuicios, por cierto, en la que todos nos bañábamos en las mismas aguas de la Poza de los Caballos, del Buque Varado o de El Colorado. No había tablas de surf, pero con nuestras manos hicimos las miles de “playita” con la que las olas nos depositaban en la arena.
Playa Salvaje, terminará algún día. Y a lo mejor el próximo siglo, servirá como sirven hoy las novelas de principios de siglo, para auscultar como nos veían antes. En todo caso, los iquiqueños ya tenemos muchos espejos en donde mirarnos.