Como “un hachazo invisible y homicida”, escribió Miguel Hernández a propósito de la muerte de su amigo Ramón Sijé. Y fue un domingo por la tarde, a esa hora que tanto le gustaba a Juan Podestá, la de siesta, cuando cerró sus ojos para siempre y de pasó nos despertó. Y esa tarde, se nos hizo eterna, aunque era previsible, la rabia se nos encuerpó. Con la muerte de los nuestros se aprende. Supe, casi de golpe y porrazo, que era mi hermano, no por mandato de la sangre, sino por la fuerza de los casi cincuenta años que nos unieron los sueños, pesadillas, noches de bohemia, boleros, caídas libres sin redes protectoras.
Teníamos puentes levadizos de palabras no dichas, caminos de palabras bien hilvanadas como lealtad entre tantas otras. Siempre me decía que tenía una lista de quienes cargarían su cajón. Tenía ese humor que lo retrataba mejor que una fotografía de plaza domingo por la tarde. Era el que más sabía de bolero en Chile, y manejaba todos los subgéneros de este invento musical nacido en Cuba. A la ciudad que iba, lo primero que hacía era lustrarse los zapatos y entrar en una tienda de música. En Amsterdam le falló. Nadie lustra zapatos y el único bolero que se conoce es el de Ravel. Pobres no conocen “Dos gardenias”.
Sin Juan no hay consuelo posible. Es irrepetible. Un lujo haber sido su compinche. Pero él no quiere nombre de calle. Un café del centro debe tener una silla vacía. Eso sí una sala del Crear llevará su nombre y en marzo la bautizaremos. Su peluquero Pato y don Hugo lo extrañaran.
Juan Podestá (1952-2021) pensó el país desde las regiones y sobre todo desde el Norte Grande. Su libro La invención de Tarapacá, es nuestra segunda biblia (no hay que ser literal, por favor), que habría que leer para entendernos un poco más. Escribo y escucho a Serrat cantar a Miguel Hernández: “No perdono a la muerte enamorada, a la vida desatenta”.
Publicado en La Estrella de Iquique el 2 de enero de 2022, página 11