Jugar a la chaya era lo que se esperaba en el mes de febrero. Marzo ni se aparecía y Cavancha era lo más parecido al paraíso. Preparar los globos con agua, los proyectiles hecho con papel de volantín y con harina, ojalá sin gorgojos. El palo de escoba servía como modelo (medio jeme). Se depositaban en cajas de zapatos como quien guarda un tesoro. Los globos venidos del puerto libre de Arica se llenaba de agua, escasa en ese tiempo, en que nos bañábamos a eso de las seis de la tarde, cuando ésta volvía a correr por las viejas cañerías. De lo contrario a jarrazos nos sacamos la sal de nuestros cuerpos, en esa agua almacenada en tambores de aceite forrado, en su interior, con cemento. ¿Quién tenía calefont?

Los barrios no postulaban a proyectos para financiar sus carnavales. Se movilizaba la gente para preparar las comparsas del día domingo. «Ay mama Inés/todos los negros tomamos con café» y el coro contestaba: «Con leche». Mis vecinos, los del Matadero, ya sea en su sede o en el Dandalo, movían todos los hilos para hacer notar su presencia en la ciudad. No existía la palabra identidad cultural, y la gente se organizaba aún más. La viuda, un matarife vestido de mujer, sintetiza el dolor del barrio. Ese domingo no había fútbol. Se suspendía, como correspondía. Los matarifes, familiarizados con la muerte, la sangre, el fútbol y el boxeo, se transformaban en niños desafiando a la vida y la muerte. Recuerdo al «Guata de llamo» personificando a un verdugo. Y a un amigo de mi padre, conocido como Mickey Rooney arriba de un coche de guagua, con pañales y con una mamadera llena de vino tinto. Iban por la calle Juan Martínez rumbo a Cavancha. Iquique, los esperaba y los agasajaba. La ciudad era una sola: festiva y bullanguera, abierta y sensible.

El rey Momo se hacía a la mar cubierto de fuego. La ciudad dialogaba consigo misma envuelto en una gramática en la que la primera persona del plural era lo más importante.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 18 de febrero de 2018, página 15.