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Las disputas acerca del rodeo en tanto deporte ecuestre han subido de tono. Y las hay de todos los énfasis. Sus defensores han acudido a la tradición como recurso legitimador de tal práctica. Los contrarios, a que el dolor causado al animal no es compatible con el argumento de la tradición.

Más allá de las disputas que son interesantes y válidas sobre todo las que dicen relación con el maltrato animal, hay que convenir que detrás de cualquier práctica sociocultural, deportiva, económica, política hay un discurso de clase que es necesario entender. Bien sabemos que el fútbol nacido en Inglaterra y ejecutado por la elite, rápidamente se masificó, sobre todo en América Latina. Obreros ferroviarios, cargadores del puertos, pampinos, pescadores se lo apropiaron y lo tiñeron con sus colores y retóricas. Pero no pasó con la hípica, ni con el tenis, ni con la esgrima. El boxeo siempre fue de los humildes. Ahí está el Tani y Godoy.

Detrás de la práctica del rodeo conviven dos discursos, el de la clase acomodada y del nacionalismo hegemónico enseñado aún en las escuelas. Los que practican el rodeo representan el Chile de la hacienda, el país huaso, el país blanco, el de la chilenidad, según ellos, más pura. Quedarse sólo en el maltrato animal, es ver sólo una parte del tema. Los deportes, y esto nos los enseña la sociología y la antropología, canalizan deseos y aspiraciones. Por lo mismo constituyen un relato que es necesario auscultar. El rodeo es una puesta en escena de la elite. Se encuentra y se autopresenta en la medialuna. Se visten para la ocasión y con ello proyectan una idea de clase y de nación. La defensa del rodeo es la defensa de una clase social que controla el país. El ataque al rodeo, es en clave simbólica, un ataque a la hegemonía de un grupo que lo tiene todo. Aunque a veces para estos grupos, el país suele ser una medialuna.

Publicado en La Estrella de Iquique, el 18 de septiembre de 2015, página 15