No es la primera vez que los bailes religiosos que acuden a la fiesta de La Tirana, deben soportar los ataques de ciertos grupos de personas que los acusan de producir ruidos molestos. Me temo que tampoco será la última vez. La historia de estos grupos religiosos están llena de este tipo de acontecimientos. La así llamada “opinión pública”, incapaz de valorar esta manifestación religiosa popular, esgrime diversos argumentos, entre ellos el más socorrido, el de la bulla.

Si hay algo que distingue a esta ciudad y al Norte Grande, en general, es sin duda, la fuerte presencia de la religiosidad popular. Y esta tiene un carácter festivo que no se puede poner en duda. Lo mismo acontece con las bandas de jóvenes que cada 21 de mayo se preparan para celebrar el sacrificio de Prat. Ambas manifestaciones son el anverso y el reverso de nuestra identidad cultural.

Ocupar el espacio público, en este caso las calles, es lo más democrático que pueda suceder. Los bailes son grupos que expresan en forma colectiva su devoción. Una profunda ética comunitaria los anima. Buscar un sitio en común donde todos puedan ensayar, es comenzar a desarraigarlo de su raíz más profunda: el barrio. Este es el sustento de esta manifestación. De allí se nutren y desarrollan.

Razón tienen los dirigentes y el obispo, en afirmar que para entender a nuestra ciudad hay que valorar la religiosidad popular. Esta larga tradición sostenida por más de un siglo se aviene muy bien con el actual paisaje urbano. Este tipo de manifestaciones nos recuerda nuestra larga data como ciudad. Parafraseando: “a la ciudad que fuere haz lo que vieres”.

Publicado en La Estrella de Iquique, 1 de julio de 2012, página 17