A comienzos del siglo XX un comerciante iquiqueño instaló en Tarapacá con Vivar, un gramófono. La gente se agolpó a escuchar la melodía, qué por arte de magia, salía de ese aparato. En junio del año 1889, la prensa local informa que en la librería de Lorenzo Petersen se encuentra a la venta el primer gramófono que llega a la ciudad.
Siendo exagerados podríamos decir que ahí empezó la modernidad en Iquique. El espacio público se llenaba de sonidos desconocidos.
En la década de los 40, el abrir y cerrar de las tiendas estuvo marcado por el ruido de las rejas metálicas. No se cuando se instalaron los timbres en las casas, abandonando la clásica mano de metal, hoy objeto de colección. Abundaban en la calle Baquedano al igual que las placas de bronces de abogados, médicos y uno que otro practicante. Tocar el timbre y arrancar se convirtió en un pasatiempo. No muy original, por cierto. Robert Doisneau, fotógrafo francés tiene una hermosa foto de niños de Paris haciendo las mismas travesuras. Robar placa y cobrar por devolverla fue un clásico de los liceanos en su aniversario.
En los barrios populares se golpeaba la puerta con una piedra. La mítica pitita, aliviaba en algo. O con una llave sobre la mampara. Se innovaba en las telecomunicaciones. Dos tarros de leche condensada unidas por un largo hilo, era el placebo de la comunicación. El silbido era un instrumento que sólo precisaba la boca y en algunos casos los dedos. “Agüita” fue el precursor de los celulares. Hubo en los 90 un flaco alto que emitía largas flatulencias, chanchos, para ser más claros. No era muy distinguido. Aun se escucha la melodía del afilador de cuchillos. En las esquinas de Orella con Obispo Labbé un gallo canta que da gusto. No extraño el ruido de los gimnasios, menos el regetón del auto enchulado.
La ciudad ahora está en un relativo silencio. A veces se siente el ruido del mar. O el motor de una motoneta delivery. No hay bandas de bronces. Iquique parece una película muda.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 31 de mayo de 2020, página 13.