La vida cotidiana esa que ocurre, sin sobresaltos, con sus días, tardes y noches, estaba marcada por cierto tipo de horas, cronometradas, a su modo. Una de ellas era la hora del tecito. Nacimos muchos con la cocina a parafina. Otros con carbón o leña. El agua parecía calentarse en otro tiempo. Cuando la tetera hervía y el humo blanco se apoderaba de la casa, significaba que cada uno con su taza o bien con un tarro duraznero, en una comunión familiar nos hacíamos más familia. El te con yerba o sin ella, cerraba el círculo. La pichanga se terminaba cuando al dueño de la pelota lo llamaban a tomar el tecito. Las tazas cuando traían platillo, el té se vertía en éste. El té se compraba a granel en el despacho de la esquina o bien en el almacén del chino Rafael, al frente de lo que antes era la Casa del Deportista, por calle Serrano.
Alguien debe saber cuándo apareció la cocina a gas y con ella el fin del ciclo de la parafina. La Corfo, la que industrializó el país, mucho tiene que ver con esto. No sabemos tampoco cuando la bolsa de té, reemplazó a la de granel. La loza se traía del puerto Libre de Arica y junto a otros artículos se vendían en la feria que rodeaba el mercado. Hasta que llegó la Zofri. Nos llenamos de vajillas de Taiwán y de un nuevo invento: el termo eléctrico. En la década de los 50, nos cambiamos de los 110 a los 220 kwt. Dicen que don Roque, el morrino operó tal milagro.
Pero la humilde taza de té, se rodeaba de un azucarero que en sus mejores tiempos eran enlozados. Cerca, casi al centro la panera y en medio de ellas, la apetitosa marraqueta, pan batido o hallulla. Y como soporte un mantel de plástico de colores. Este año en La Tirana y en San Lorenzo he visto la tetera hirviendo bajo la atenta mirada de la Nena. Un tecito abre puertas.
En tardes como estás el aroma del té con yerba Luisa suele asaltarme y recordarme esa niñez de triciclos, trompos y pantalones cortos.