Entre el umbral de la casa y la calle existe ese espacio que se llama vereda. En su superficie se desarrolló una sociabilidad que suele marcarnos como individuos. Es el sitio intermedio que en nuestra ciudad fue de madera. Sobre esa textura los juegos se desarrollaron a granel. La rayula o el luche no se puede entender sobre ese cuerpo que se dejaba pintar con números y que recibía esos pasos que brincaban por cada cuadrado. Julio Córtazar tiene un bello poema que se llama “Veredas de Buenos Aires”. Es la síntesis de ese pedazo de suelo urbano que cada vecino, martillo en mano, construía. En los barrios populares las veredas eran de maderas humildes, a menudo de aquellas donde venían las manzanas, envueltas en ese papel que luego servía para otros menesteres.
Se adivinaba quien venía por el sólo retumbar de sus zapatos. Los pesados calamorros o bien las frágiles alpargatas se adherían a esas porosidades generosas. La historia de las veredas, es a su modo, la historia de Iquique. De la madera a la cerámica, pasando por el frío cemento o el adoquín, indican las transformaciones urbanas acaecida en una ciudad que busca compulsivamente la modernidad.
Las veredas del centro de la ciudad están en estado lamentable. Sucias por lo general, nos hablan de un escaso compromiso de quienes tienen el deber de mantenerla aseada. Sus ocupantes, por lo lo general comerciantes no cumplen su tarea. En la plaza Arica, las nuevas veredas son un regalo para sus habitantes.
Las veredas son un lugar de tránsito y de arraigo a la vez. Lo primero porque permite pasar de la calle al hogar. Lo segundo, ya que sobre su superficie hemos dejado marcado nuestros pasos, no tanto como simples transeúntes, sino como sujetos lúdicos. La payaya de las mujeres, o las canicas de los hombres, son caras de una misma moneda. Jugar era parte sustancial de nuestro desarrollo como seres humanos.