Quedan pocas veredas de madera. Me aventuro a pensar que sólo queda aquella que está ubicada en San Martín Viejo con 21 de Mayo. En una casa donde alguna vez estudiábamos con los hermanos Barraza, compañeros de la Centenario Nº6. Esa vereda reclama la mano amiga para volverla a su estado original. Me imagino esa casa pintada con su vereda tradicional. Toda una apuesta patrimonial. Un aporte al turismo, sin duda alguna.
Era rasgo singular nuestro tapiar el suelo con madera. Levantar unos palos y sobre ellos, en forma precisa poner el pino insigne. Las calles tenía una aroma a ese material que se humedecía por la tarde, ya sea por razones climáticas o bien por que sus moradores echaban agua a la tierra para que ésta se endureciera. En ese entonces no había calles pavimentadas, o bien eran muy pocas la que gozaban de esa condición.
Las veredas de madera eran una especie de hall de la casa. Sobre ella, la conversación empezaba para luego trasladarse al living. Era también una especie de cancha donde los juegos de la infancia se realizaban. El luche, la payaya, la troya y decenas de juegos más se daban cita sobre esas superficies ásperas, pero generosas. Sobre ella camiones de lata o de madera cruzaban el mundo llevando fabulosas mercancías. Y que decir, de lo que se ocultaba debajo de ese encatrado de madera: cajetillas de cigarros, andenes del ferrocarril, trompos cucarros y todo aquello que la infancia definiera como un tesoro a guardar. Allí en esas profundidades se ocultaba lo mejor de ese tiempo: la inocencia.
Los pasos firmes del fogonero rumbo a la estación del ferrocarril, o bien del panadero que acudía de madrugada a la “Olimpia”, se hacían sentir sobre la espalda de esa madera generosa. Sabíamos quienes caminaban. Fácil era también adivinar a que correspondía la estampida de pasos que por la calle Bolívar, apresurados huian del toro recién escapado del Matadero. Los caballos y sus jinetes en una especie de mezcla entre rodeo y cow-boy, se lanzaban a la aventura de tratar de lacear al animal enfurecido. Con la inocencia perdida, años más tarde, entenderíamos que el toro fugado no era más que un pretexto para alegrar las mansas mañanas del puerto en crisis.
La cara negra del modernismo, el asfalto, reemplaza a estas artesanales veredas que el ingenio popular ideó para hacer la vida más llevadera. Después vino el cemento con su aridez elemental. Al poco andar, aparecen las baldosas también de cemento. La Zona Franca habría de aportar su grano de arena: la cerámica que inundó toda la ciudad. El adoquín y los pastelones fueron las soluciones más baratas. Aún en el centro de la ciudad, por calle Vivar, es posible encontrar veredas de cerámicas. En mal estado, obviamente. La madera en las veredas le daban al puerto en que todos nos conocíamos, un aire de gran familia. La madera une, la cerámica no.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 2 de octubre de 2005.