Viajar parecer ser el verbo de los meses de enero y febrero. Moverse de un lugar a otro. Las vacaciones tienen ahora olor a bolsos y maletas, ofertas envueltas en paquetes con amarras de 12 cuotas, precio contado.

Antes no viajábamos o si lo hacíamos tenían otra estética. Viajábamos en buses de esos de color rojo, sin baño que arrancaban en las esquinas de Tarapacá con Ramírez. Buses “Tarapacá” se llamaban. Otros, desde el Mercado Municipal,  como “Cuevas y González”, o los ya desaparecidos “Rural” o “El Limón”, nos llevaban a Arica, Antofagasta, o a Pica. Los “Carmelita” siguen mandando en la panamericana norte.

Entonces el mundo era más chico. Las emisoras nos narraban un mundo que tenía sus fronteras cercanas. En el mes de julio, La Tirana, se constituía en el evento que cortaba el año en dos. Ir a ver a la “china” era una fiesta. Los montes de ese poblado se llenaban de carpas, los sacos de dormir eran para los pudientes. Frazadas y colchas de colores chillones nos daban el abrigo en esas noches heladas como ninguna.

En el verano la playa aparecía como el lugar indicado para pasar esas tardes de calor. Y habían dos maneras de estar en ella. La mayoría se instalaban en el balneario que ya estaba estratificado. Los ricos o los que querían serlo, en la mañana se instalaban en el Cavancha. Por la tarde se iban al extremo de Castro Ramos. Cavancha por la tarde es el escenario donde el pueblo se toma literalmente ese sector. Otra vez la fiesta, el desacato, los olores a comida, las bebidas, los berlines, las roscas, las palmeritas, y todo aquello que la economía informal informa sobre lo que la gente demanda. En el otro extremo, el consumo de esos embelecos disminuye, no por factores económicos, sino que por pudor.

Hay que recordar que hasta los años 60 se permitía instalarse con carpas y cocinar en el Balneario. Con la Zofri (ésta es más importante de lo que creemos)  gracias a su oferta automovilística, permitió habitar el sector sur con sus playas. Chanavallita se convirtió en el lugar cercano. Allí familias enteras de instalan en enero o febrero. Es como ir a La Tirana, pero sin el fervor religioso. Otras como “El Aguila” se convirtieron en nombres familiares.

Nuestras vacaciones consiste en ir a la playa. Podemos emprender viajes largos y costosos. Pero si no capeamos un tumbo en Cavancha, si no hacemos una playita, si no nos tatuamos un superman de arena,  no nademos a la balsa (aunque ya no esté),  o no nos comamos un berlín a eso de las cinco de la tarde, es que no hemos tenido un verano como aconseja la tradición. El quemado de Cancún o de cualquier balneario del mundo, nunca se compara al que da el sol iquiqueño.

Aunque hay que advertir, los soldados del “Granaderos”, vaya a saber uno por qué, ya no bajan la bandera a la seis. Ese rito más que un acto patriótico tenía otra funcionalidad: nos señalaba la hora de regresar a casa. Era nuestro reloj.