Un puñado de hombres, palas, chuzos y picota en mano, se daban a la tarea de abrir la tierra. Las calles quedaban cortadas y para quienes éramos niños se nos abría un mundo insospechado de aventuras.
Las zanjas nos dejaban ver un subsuelo marino. Por aquí y por allá, aparecían conchas y el inconfundible aroma a playa. La leyenda urbana presta como siempre, a explicarlo todo, decía que eran las huellas del terremoto y maremoto del siglo XIX y que indicaba que el agua había llegado hasta la calle Arturo Fernández. Las zanjas se prestaban para todo. En la mañana aparecía un perro o gato muerto. O bien basura que era lanzada sin ninguna consideración. Para cruzar a la casa de enfrente, se improvisaban pequeños puentes. A la semana de trabajo el subsuelo mostraba su oculta geografía. Y no pocos soñaban con encontrar un cofre con los tesoros del pirata Drake.
Los que abrían zanjas eran hombres de pocas palabras. Obreros que excavaban buscando tal vez la utopía. Tenían su momento de relajo a la hora de la vianda. No faltaba la vecina que le calentaba el caldillo. No pedían agua como un favor, sino como una contraprestación a la labor que realizaban. En una ciudad donde la gran mayoría se conocía, esos hombres eran de casa, no tenían nombres, pero si apodos. Eran deportistas, devotos de la China, y en tanto iquiqueños asumían que no había otra ciudad más linda que esta.
En tardes de nostalgias cuando todo te anuncia que esa ciudad que alguna vez fuimos quedó enterrada en una zanja, un aroma de tierra húmeda y de conchas marinas, te cala los huesos, caes en cuenta que habitas el Iquique del nunca más. Una ciudad sepultada por sus propios habitantes que de vez en cuando, suelen darse cuenta, que la pérdida no tiene tamaño, precio y que es irrecuperable.
Por las noches un chonchón anunciaba la presencia de la zanja.
Publicado en La Estrella de Iquique el 7 de noviembre de 2021, página 11