Los zapateros poblaron la ciudad de un modo estratégico. En sus casas implementaban, robándole espacio al living, un pequeño taller. En el centro, en una especie de mesa de operación, llena de clavos, cuchilla, martillo, pata y quien sabe que otros instrumentos, reconstruían el viejo calzado. Un inmenso calendario con paisajes nunca visto, pero deseado, acompañaba en esa decoración que no se podía entender sin el letrero: “No se responde por trabajos luego de 90 días”. Y los zapatos arrumbados, desmentían esa máxima y daban cuenta que para algunos vecinos, perder esos zapatos, no era tragedia. Siempre los zapatos abandonados eran de hombres.
El oficio del zapatero se enseñaba, mirando al experimentado arreglador de ese bien tan útil. Requería la calma y la sabiduría que todo arte posee. Sin concentración no había buen trabajo. La media suela y qué decir de la suela entera, era de una prolijidad sólo comparable al del arqueólogo que excava en búsqueda de novedades en el pasado.
El zapatero estaba inserto en una cadena de valor, así se dice hoy. Debía bajar al centro, por lo general, donde Mangini, a comprar la suela, clavos y pegamento. De vuelta a casa, con la suela enrollada, procedía al milagro de la resurrección. La marcaba y con el cuchillo empezaba a cortarla. Buena parte de nuestra infancia huele a suela y a pegamento, el sonido seco del martillo abriéndose paso. La lezna, por su parte, cocia como quien pone punto en la herida. La habilidad de don Oscar Sangines, era impresionante. Como buen chino era meticuloso y fumador, amable y cordial. Ponía en sus labios esos clavos pequeños, como la modista los alfileres. Era un Quijote que atendía todo el año, excepto para La Tirana y sobre todo para San Lorenzo.
De la noche a la mañana aparece la zapatería La Familia. Una innovación tecnológica para la época que anunció el fin de ese oficio instalado en los barrios. El olor a suela no me lo quita nadie.
Publicado en La Estrella de Iquique, el 18 de octubre de 2020, página 11